Gato entrometido / José Lorenzo Fuentes

En la torre de control de tráfico aéreo se escuchó la voz de un piloto que solicitaba permiso para hacer un aterrizaje de emergencia en el aeropuerto José Martí, de La Habana. El controlador, Jacinto Salavarría, miró la pantalla del radar y respondió que, por favor, le confirmara la naturaleza de la emergencia. Cuando el piloto volvió a hablar, el controlador alcanzó a oír con absoluta nitidez el maullido de un gato. No puede ser, es imposible, murmuró mientras oprimía una tecla del panel.  Durante los catorce años que llevaba trepado a una torre de control, nunca había tenido la menor sospecha de que un gato ocupara un lugar en la cabina de mando de ninguna aeronave o un asiento contiguo al de algún miembro de una tripulación en pleno vuelo. ¿Sería posible que una azafata lo hubiera introducido de polizón en su bolso de mano? En lugar de hacerse otras preguntas innecesarias, pensó que debía reclamar cuanto antes la presencia en la pista de una o dos ambulancias y solicitar el concurso de un especialista en traumatología, y también de un neurólogo, el personal médico de emergencia que, según los cálculos dictados por su larga experiencia, debían estar disponibles en situaciones como aquella.

Mientras decidía los próximos pasos a seguir, pensaba con ahínco en su mujer. Si aceptamos como ciertas las conjeturas apresuradas de Jacinto Salavarría, entre las múltiples asechanzas del destino no existe un motivo de mayor preocupación para cualquier hombre que perder el usufructo de una mujer, lo mismo sea propia o ajena. La que ahora le ardía en la imaginación, devorándole el sosiego, se llamaba Eva  Madariaga y era propietaria de atrevidos ojos negros, cuello de cisne, torso cincelado en mármol como el de Afrodita, que era griega hasta la última palpitación de su carne, o tal vez romana,  un controlador de tráfico aéreo no tiene necesariamente por qué saberlo a ciencia cierta, y a continuación, descendiendo, muslos y pantorrillas de los que dependía el equilibrio del contoneo que enloquecía, pensaba él, a todos los hombres del  vecindario.

 Durante los primeros meses de casados, a Jacinto Salavarría nunca lo inquietaron demasiado los atributos físicos de su mujer, que desde los tiempos de la otra Eva, la del Edén, tantos conflictos han originado,  ni experimentó los celos devoradores que aparecieron más tarde, como tampoco, recordó, en los primeros tiempos de su vida, cuando quiso hacerse piloto, le infundieron miedo las alturas. Sin embargo, después de un par de años de estarlo sometiendo a un riguroso escrutinio  dedujo que era un exceso de confianza casi suicida navegar  dentro de la vertiginosa cápsula metálica de un avión, aunque dicen que en el cielo ocurren menos accidentes que en las autopistas, y para darle consistencia a las obsesiones colectivas uno debe presumir que las estadísticas no mienten, pero a partir de algún instante inidentificable comenzó a  acosarlo el pálpito inexorable de que una turbulencia repentina podía hacer que el avión pilotado por él perdiera el rumbo  dentro de una larga  noche sideral o se incrustara en  el pico de una montaña. Con el tiempo los miedos se exacerban. Por consiguiente, prefirió ocupar la plaza de controlador de tráfico aéreo. Era una ventaja. Desde su puesto de observación podía llegar a conocer a fondo el comportamiento inestable de los aviones, no el de los pilotos, que más o menos saben lo que deben hacer en los momentos de mayor peligro, sino el de los aviones, aparatos enigmáticos que parecen tener un destino particular, a veces aciago, por cualquiera sabe qué oscuros designios de sus constructores. En fin, con el paso del tiempo y de muchas cavilaciones adicionales que desafiaban toda lógica porque carecían de antecedentes, generadoras sin embargo de algunas de sus pesadillas erráticas a media noche, también consideró posible que un avión resentido y malhumorado  pudiera descargar su triple ira contra el piloto, la tripulación y los pasajeros, y en un acto de soberbia reducirlos a cenizas.

 Casi todo depende del tiempo: hasta la felicidad, pensó Jacinto Salavarría retomando el tema de su mujer, recurrente en todos sus insomnios, inmóvil boca arriba en la cama o ladeando poco a poco, sin un vestigio de ruido, su cuerpo de animal en acecho para sorberle los olores a Eva mientras ella dormía ajena a los pormenores de la indagación. Entre sus olores inconfundibles, pensaba Jacinto Salavarría, podían estar trenzados, para identificarlo, los olores del intruso usuario de los sueños desatinados de su mujer.

Sin una posible explicación válida, sin ninguna señal que lo inculpara pero también porque nadie, ningún otro hombre, podía ser excluido, sintió repentinos celos del piloto norteamericano que solicitaba permiso para un aterrizaje de emergencia. Reflexionó que de haber sido en una vida anterior, o en ésta, Tom Wilson en lugar de Jacinto Salavarría, él hubiera viajado sin demora en cualquier avión desde Miami o desde Chicago hasta La Habana para encontrarse en la cama con Eva Madariaga. Pero esa posibilidad no existía, no entró en ningún cálculo del destino ni antes ni ahora porque sólo ocupaba un espacio en otro de los tantos delirios provocados por sus rabietas de amor. Después de esa ráfaga de locura perniciosa se burló de sí mismo. Qué desatino. El piloto de seguro residía en Chicago o en Iowa, o en un recóndito rancho de Texas, a millas de distancia del cuerpo de su mujer. Y para mayor tranquilidad nunca había visitado La Habana. ¿O sí? De todos modos experimentó la urgencia de preguntárselo:

     -¿Has estado alguna vez en La Habana?
     -A qué viene esa pregunta idiota. Concéntrate en tu trabajo, y apúrate.  
 
     El avión, que hacía un laxo recorrido entre Nueva York y Caracas, había estado avanzando a velocidad de crucero, y el piloto automático controlaba el vuelo con el mayor sosiego, cuando de pronto Tom Wilson, un aviador de pelo en pecho, como él decía para favorecer su autoestima, con doce años de pericia por encima de las nubes, advirtió que la nave, con el morro hacia abajo, por un motivo para él desconocido, iniciaba una brusca caída en picado. El monitor de la consola parpadeaba sus muchas luces inquietantes en señal de advertencia, y alguien –con qué perversa intención- había desconectado el piloto automático. Cómo que alguien, quién puede ser, masculló Tom Wilson a tiempo que apresaba la palanca de mando  tratando de estabilizar el avión. Si nadie estaba a su lado, si el copiloto había abandonado el asiento y ahora andaba por el pasillo para desentumecer sus piernas, qué diablos sucedía en un avión que no estaba amenazado por ninguna turbulencia ni  sufrido ningún daño estructural.

-Entonces, ¿por qué solicitas  permiso para un aterrizaje de emergencia? – preguntó Jacinto Salavaría.
-Por qué va a ser. Porque no sé qué diablos está pasando - respondió  Tom Wilson en perfecto español.      
       – ¿Estás drogado?
-Vete al demonio.

       Tom Wilson nunca se había drogado. Es más, no fumaba y consumía bebidas alcohólicas sólo en muy contadas ocasiones.

         -El drogado debes ser tú, cubano estúpido. ¿Me estás oyendo,  bastardo idiota?        - preguntó Tom Wilson con una inflexión desenfrenada.
         -¿Hay heridos a bordo? -fue la nueva pregunta de Jacinto Salavarría, sin reparar en los insultos desatinados que le caían del cielo.

          -¿Heridos? No te lo puedo asegurar, aunque creo haber oído decir que una azafata se desmayó. En medio del tumulto de tantas voces, sólo he podido saber que entre los pasajeros ha cundido el pánico, desde aquí únicamente alcanzo a oír un confuso ruido de cristales rotos, de objetos derribados, ¿los oyes, escuchas como yo esos tras,pum,ban,zuum,tan, no oyes los gritos de la gente, sus imprecaciones, llantos y plegarias? Supongo que los pasajeros deben haber salido catapultados de sus asientos, deben haber dado volteretas y rebotado mientras escucho la voz metálica de las alarmas que anuncian la entrada en pérdida, porque el avión continúa descendiendo y descendiendo, ya no volamos en la anaranjada soledad de las nubes fugaces sino casi a ras de tierra, apúrate cubano de mierda, que nos vamos a matar.

 Dos días atrás, la víspera de su cumpleaños, Tom Wilson entró al cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha sin poder omitir las vicisitudes que le trasmitían la pesadilla de la noche anterior. A las pesadillas se las lleva el agua, pensó, escapan por el tragante de la bañera entre las espumas del champú y del jabón. Pero aquella era una pesadilla difícil de derrotar, y si no encontraba el modo de interpolar otras preocupaciones menores, que le empobrecieran el recuerdo inicial, la pesadilla iba a persistir en su memoria, calculó, por lo menos una semana o dos. En vano Tom Wilson inundó las horas siguientes, después del baño reparador, con el rumor de las olas en una playa solitaria donde pudo hacer el amor con una chica accidental, de muslos macizos y trenzas de oro, que sin embargo no figuraba en su agenda entre otros apretados números de teléfonos para una segunda oportunidad. Pero, ah demonios, ahí estaba el gato empecinado, escapando a la mutación y al olvido. Es intolerable aceptar que uno no tiene dominio sobre la voluntad, y por tanto puede hacer de urgencia un sexo sin amor, sólo para descargar el cuerpo, una contingencia que no premeditó y que acaso tampoco deseó, como intolerable resulta, ahora, sentirse mancillado por una pesadilla cuya eternidad nos puede perseguir más allá de la muerte. Tom Wilson había soñado que un gato –verde por más señas- después de hopar en la parte trasera del avión, en silencio, complacido hasta el delirio porque ninguno de los pasajeros podía observarlo, y también después  de relamerse como si alguien le hubiera proporcionado una abundante ración de pescado, se instaló de un solo salto elástico en la cabina de mando, a su lado, y para el mayor asombro, contrariedad y desasosiego de Tom Wilson, el maldito gato empezó a tocar todas las teclas, las que accionaban los alerones, el tren de aterrizaje, los timones de profundidad y el timón de dirección. Vamos a tener un accidente, gato entrometido, tú también te puedes matar, le dijo en tono persuasivo. Como si de pronto se agotaran todas las posibilidades, Tom Wilson conjeturó que la lógica le resultaba inservible, porque aquel gato que él ya empezaba a odiar, aquel gato verde que olía a muerte, a trapos húmedos, a guano de murciélago,  like cat’s piss,  ya cumplida su lúgubre misión,  mientras la aeronave descendía en picado, comenzaba a desvanecerse, empezaba a suprimirse, a hacerse invisible a todo lo largo de su pelambre verde, desde la cabeza a la cola, sin transición, hasta que Tom Wilson sólo alcanzó a ver el último vestigio del animal: la pezuña felina de la pata izquierda, que simulaba un gesto de saludo o de  despedida, antes de desaparecer.

     -Apúrate, cubano desgraciado, acaba de dar el permiso para un aterrizaje de emergencia. Mira que ya falta poco, ¿no oyes el presagio de un crujido en el fuselaje del avión?
     -Me pareció haber oído el maullido de un gato dentro de la cabina de mando de tu avión –dijo Jacinto Salavarría desde la torre de control.
     -Oh, my God. Entonces era cierto. El gato terminó por ganarme la partida.

Al día siguiente apareció la noticia en todos los periódicos: la aeronave se había precipitado a tierra en una abrupta zona de la costa norte de la isla de Cuba, a sólo siete millas al este de La Habana. Nadie logró sobrevivir al accidente. Después de intensas averiguaciones, se supo, sin tanto ruido en las agencias cablegráficas, que el controlador de tráfico aéreo, Jacinto Salavarría, no le había prestado la debida atención a la solicitud de emergencia del piloto y como resultado de aquella negligencia que segó tantas vidas había sido separado del cargo.

Seis meses después, Eva Madariaga lo abandonó. Para ponerle punto final a la historia, si en realidad existe final para alguna historia, Jacinto Salavarria se enteró que el nuevo depositario de los sueños desaforados de la que había sido hasta ayer mismo su mujer era un piloto de la Fuerza Aérea, que ostentaba en la solapa el fideo del rango de oficial, Reinaldo Verdecia,  treinta y siete años, ojos que verdeaban hasta un fondo marino, tez cetrina, huella azul en las mejillas, casi subliminal, dejada por la barba recién rasurada, y espaldas de remero olímpico. No era que Eva tratara de justificarse, porque además no era necesario y tampoco nadie se lo exigía. Pero el nuevo giro de su vida respondía no a una veleidosa decisión irreflexiva sino a las instancias de su inapelable destino. Desde la adolescencia, los pilotos siempre ejercieron sobre ella una extraña fascinación.

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