Yo era el Hombre del Neolítico, y había caminado ahora por el sendero de polvo barrido por el viento y permanecido tres días bajo aquel cobertizo de zinc. Había bebido aguardiente, en la noche para calentarme y en el día para refrescarme; tres días borracho sobre el polvo acumulado en el piso de tierra hasta la mitad de mis botas militares. El olor a polvo y a excrementos y a un trasunto de sangre, una presunción más bien, ha dominado el local atestado de trastos cubiertos por una espesa nata de telarañas; el asma ha sido una puta pegajosa empeñada en silbar una canción por un caño tupido con tumoraciones de óxido; condilomas cebados en la humedad.
Ya vienen por mí. Más allá de las torres de alta tensión se acercan los helicópteros como flotilla de abejorros en lontananza; oigo el monótono accionar de sus motores entremezclado con el ladrido de la jauría que salta en cámara lenta, o eso me parece, por sobre la cerca de piñas chamuscadas al otro lado de donde muere el sendero; los perros al caer, una parábola parda en el espacio, levantan al cielo un nubarrón de cenizas que por un instante oculta el avance de los helicópteros. El sol riela en la última botella de aguardiente. Me siento un pez calcinado por las planchas de zinc a unas cuartas de mi cabeza; la vista se me nubla, la frente me arde; la cabeza me va a estallar.
Escancio el resto del aguardiente, un cuarto quizá, en el caño de mi gaznate; una dosis adecuada, pienso, y reviento la botella contra un raíl de línea que alguna vez sirvió, supongo, para amarrar los caballos de lo que sería una hacienda. He tenido suerte y la botella rota, tomada por el cuello, es una especie de puñal. La jauría adelanta ya por la recta del sendero que conduce al cobertizo, y sobre la jauría, los helicópteros.
Me he acomodado, quiero decir, sentado en el colchón de polvo y recostado la espalda contra un baúl de hierro que en otro tiempo pudo ser una caja de caudales. No he traído armas, pero vaciaré las tripas al primer perro que se lance a mi cuello, ley del menor esfuerzo, sólo espero, sostengo el puñal translúcido a la altura del ombligo; abrirá la barriga al bruto con la fuerza del peso en su caída. Me amaso la entrepierna; penúltimo acto de reafirmación.
El sol espejea en el pico de la botella, baila en el filo de su punta, se escora, y en un santiamén de las sombras salta a mi cara el vaho caliente del demonio. Ocurre al tercer día; la pinga parada y la tarde cayendo, cayendo.
Armando de Armas
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