El carnaval imaginario

El semiólogo ruso Mijail Bajtin expuso brillantemente la connotación histórica de autodefensa de las carnestolendas, o carnavales, cuando el pueblo lograba unos días de desquite con los disfraces y trastrueques de identidades, en contra de los amos y los poderosos. Un breve tiempo en el año en que la imaginación permitía invertir los papeles. Tiempo de desquite que también los amos autorizaban y organizaban para que el pueblo se convirtiera en un populacho aparentemente liberado (en el que el individuo, dentro del carnaval, se salía de la masa para convertirse en un librepensador vulgar) y dejara escapar su energía acumulada mediante la risa, el baile, la burla, el sueño de creerse dueño de la calle por unos días, y que podía, de hecho, suplantar al señor. Después de descargada la presión, el pueblo volvía a ser el mísero siervo de la gleba, o el infeliz asalariado, o el desamparado, o simplemente el ser al que en un momento dado podían devolver a la condición de masa.

Esto era así en la Edad Media y también lo es en nuestros días, al menos en Cuba.

En Cuba, ¿qué pasó a partir de 1959? Pues que los carnavales fueron extremadamente controlados. Se prohibieron las reinas, las damas de honor (se cambiaron por la estrella y los luceros, respectivamente) y toda la parafernalia que venía de las cortes francesas, principalmente el disfraz, imaginación medieval que en cualquier lugar del mundo llega hasta la actualidad.

Se suspendieron los carnavales entre los años 1991 y 1995. Pero antes sólo se permitieron las comparsas como un espectáculo para contemplar y nunca para participar; quiero decir, el pueblo o el público, en este caso, no podía —aún creo que no puede— incorporarse a las comparsas como ocurría en los carnavales anteriores al triunfo revolucionario. Nadie más pudo disfrazarse de nada, a no ser ponerse la máscara de la doble moral para subsistir (en esto la Isla es un perenne carnaval). Con el pretexto de que esas cosas eran vicios burgueses (la reina y sus cortes) y que los disfraces y el pueblo en comparsa facilitaban las posibilidades a los contrarrevolucionarios para hacer fechorías, se coartaba una vez más la imaginación vital del cubano (esto es lo que de alguna manera recuerdo que se dijo oficialmente). O a lo mejor, se aplicaba una de las tantas acepciones, en este caso negativa, dadas por el Diccionario de la Real Academia a la palabra “imaginación”, por lo que el cubano también caía en una “aprensión falsa o juicio de algo que no hay en realidad o no tiene fundamento”.

Entonces sólo dejaron las carrozas, las comparsas (pero a las que no se les podía —ni puede— unir la gente del pueblo, como ya dije), aunque debo aclarar que en los primeros años de la década del 60 esto aún no había sido impuesto, pero sí alrededor de la década de los años 70. El caso es que sólo se permitía que la gente fuera a la calle a tomar cerveza, a comer, a bailar en fiestas callejeras, todo bien controlado. Que el cubano pasara unos nueve días olvidándose del mundo, divirtiéndose, pero vigilado, sacándose las penurias y aprovechando un poco de la comida que se concedía en venta, ripiándose con bebida a granel. De esta manera se aliviaba la presión social, aunque a diferencia de los carnavales medievales, en los que según Bajtin se permitía la parodia, la burla para ridiculizar, la plena libertad (porque el carnaval era —y debe ser— la libertad popular en su esencia. Esto fue un tanto así hasta 1959 y un poco más), el infeliz no tenía en la Isla la oportunidad de burlarse de un gran dirigente o del Máximo Dictador, ni de disfrazarse siquiera de Superman para soñar que volaba y se iba a la “Yunai” (USA), que, por cierto, era como decir también irse a la “Yuma”.

El carnaval, la música, el baile, se organizaron y se controlaron aprovechando esa energía interna que late en el cubano, y que por naturaleza tiene que encontrar un desahogo; energía que podría llamarse “sandunga”, la gracia, el donaire y el salero que nos viene de España y de África, y que sólo pide expresarse. Lo que se hizo entonces fue darle espacio para que la sandunga se expresara: bailes populares por barriadas, por zonas acordonadas, donde también se saciaba otra inmensa necesidad más: el hambre y la sed. Lo que sucedió, en verdad, fue que nos dejamos cambiar la imaginación. De una verdadera imaginación fantástica del carnaval pasamos a una burda imaginación de espejismo, no siendo más que una realización de fiestas para borrachos y comilones.

El cubano por temperamento necesita el desahogo de su ritmo interior. De aquí que se diga que al cubano nada más le basta con que se toque cerca de él sobre una lata para que ya esté bailando, guarachando (para que el cubano se olvide del mundo a su alrededor, dicen, de las penurias, de las necesidades y de la mala vida a la que ha sido condenado, dicen). Esto es así y no es así. Esto es y no es un estereotipo. Porque lo que hay de cierto en ello es que este caribeño, irremediablemente, no puede evitar llevar la música por dentro, ya que le viene de los ancestros, le corre en la sangre, pero eso no quita que sufra, sienta, padezca los desmanes de un mundo impuesto que, en esencia, no tiene mucho que ver con su idiosincrasia ni con su carácter (recordemos que los esclavos negros también llevaban la música por dentro y padecían enormemente). De aquí que el cubano sufra gozando, o goce sufriendo: baile, dance, se mueva, cante, ría, pero la procesión, el calvario, va más allá de ello: “la procesión va por dentro”.

Manuel Gayol Mecías

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