Vi a Ernesto Pérez Chang a un par de metros de mí.
Él también me vio, por supuesto.
Casi chocamos.
Yo esquivé sus ojos sin entender bien por qué.
Él bajó la mirada a un libro que ojalá fuera una copia clandestina de mi Boring Home (con gusto ahora le regalaría la humildísima edición de Garamond).
Respiré hondo.
Reviví el 2009 en un buchazo de aire.
La locura funny de la Feria del Libro en febrero (alba ameno de las amenazas aún por venir), la tristeza marcial de marzo en una entrevista con la Seguridad del Estado (en la marcha en 23 y G por la no-violencia, vi filmado hace poco a aquel Agente Ariel que me acorraló con un Acta de Advertencia no firmada por mí), la patética epopeya dentro de un Geely particular con Yoani Sánchez despatarrada a mi lado (que en los blogs oficiales se narra ahora como mentira, como si yo no fuera su testigo), la soledad cubana que ninguna solidaridad web podrá nunca paliar, porque es un (d)efecto que emana de mí y no de ésta ni de ninguna zoociedad.
Y entonces seguí de largo por L hacia la escalinata de la universidad.
Ernesto Pérez Chang quedó a mis espaldas, recostado a la primera parada del P-6, metrobús que cada día lo devuelve a su casa en las afueras de La Habanada (lo imaginé del buró de la revista Unión a su cuarto y de su cuarto al buró de la revista Unión).
Y semejante imagen me sobrecogió.
En la esquina quise virar y decirle que por mi parte todo ya estaba bien, que cualquier disparate que él hubiera desescrito contra mí no tenía la menor importancia (de hecho, él mismo sabe que, en tanto escritura, esos panfletos de ataque no tienen la menor importancia).
Que me parecía un insulto a su inteligencia la pataleta que él publicó en La Jiribilla a propósito de mi intervención al margen de la última Feria.
Pero que desde el principio nunca lo juzgué, ni tampoco lo comprendí (supongo que Cuba sea justo ansí: injusta, ancha y ajena).
Que hay más tiempo que vida y más vida que revolución.
Y que, si no le parecía una pésima parodia de Fresa y Chocolate, ahí mismo, en el parquecito tonto de La Colina, yo estaba dispuesto a propinarnos un abrazo.
Volver al punto inicial donde estrechamos manos en la UNEAC, cuando él premió mi cuento Cuban American Beauty en el concurso La Gaceta de Cuba 2005.
Volver al placer post-cortazariano de una e-patria sin perseguido ni perseguidor: una word wise cuba.
Olvidar sus herejías anti-Heras León (a Pérez Chang esa columna se la acusaron de calumnia en Cubaliteraria, lo que me pareció una pura prepotencia editorial), y también sus ataquitos de celo con Wendy Guerra y, de paso, su inquina institucional contra Ángel Santiesteban.
Olvidar la Cuba despótica digital.
Volver, en fin, a ese sitio en que tan bien se está y que se llama libertad de expresión (incluso bajo presión).
Publicar sin pacaterías bajo ésta y cualquier bandera, que ya sabemos que no son más que iconos enconados a lo largo y estrecho de ésta y cualquier historia infranacional.
Leernos con lucidez lujuriosa y no parapolicial.
Ser más cubanos que Cuba.
Ser más revolucionarios que cualquier conato de revolución.
En la esquina quise virar y decirle a Ernesto Pérez Chang que ojalá que por su parte ya todo estuviera bien.
Pero yo había esquivado sus ojos y él bajó la mirada a un libro que tal vez nunca sea mi Boring Home.
Por eso ahora lo hago: virar a ti sin virulencias, acaso como desahogo tras tanto desasosiego en el 2009 eterno que igual ya se fue volando (el último de los años cero, con suerte).
Por eso ahora lo hago, por vocación de verbo y no de barbarie en la vida (pero en el texto, no: el texto tiende a ser el territorio de lo terrible, y tú lo sabes tan trepidantemente como yo).
Orlando Luis Pardo
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