Muchos cubanos de mi generación, entre los 35 y los 50 años, padecen de una fatiga política crónica tras largos años en vilo en espera del cumplimiento de esa solución mesiánica y absolutista que representó la utopía comunista. Entiendo su fatiga; también padezco de ese síntoma generacional, el cual es justificable. Lo que no es justificable es plantear la no solución como solución, pues demuestra que la fatiga ha alcanzado un nivel de paroxismo en el que el cinismo ilustrado se ha vuelto oscurantista, religioso y, por tanto, no logra asimilar la realidad política de su tiempo.
No cabe duda de que la pérdida de la solución absolutista ha dejado un vacío, una huella nostálgica, en muchas personas de nuestra generación. Ese vacío, que se ha convertido en una especie de “Unicornio azul” pastando en prados políticos, es el que hace creer que sin solución absoluta no hay solución. Como consecuencia de esto prevalece un pensamiento caótico, donde el náufrago prefiere dejarse arrastrar por la marea que asirse a la primera tabla de salvación que esté a su alcance.
El sistema democrático, desde el más liberal hasta el más socialista, ha sido capaz de encontrarle soluciones a los problemas porque indaga en las causas de los mismos, sin proponerse la perfección como meta. La Inglaterra de fines del siglo XIX y los Estados Unidos del siglo XX, durante las décadas del 30 y el 60, son dos ejemplos fehacientes de cómo se pueden hacer cambios que traigan soluciones, aun cuando no sean perfectas. En una verdadera democracia, los ciudadanos tienen la virtud de ser escépticos en cuanto a sus líderes políticos y, a su vez, mantener una confianza en su sistema institucional, el cual es producto de la labor conjunta de individuos que, por medio de su actitud cívica, robustecen dichas instituciones. Si se busca una solución es precisamente porque las cosas andan mal. Por supuesto, existe una marcada diferencia entre la solución democrática y la absolutista: la primera busca las soluciones por medio de reformas y, por consiguiente, reconoce que el cambio se logra paulatinamente, apelando a su sistema legal como base fundamental de sus instituciones. La segunda busca el cambio inmediato, radical, y se vale de los mecanismos de violencia que desembocan en una revolución que, al tomar el poder, se vuelve contrarrevolucionaria por ser estática y opuesta a los cambios que entrañan la libertad del individuo; o se aprovecha de una constitución democrática para llegar al poder a través de las urnas y, de esta forma, secuestrar dicha constitución y perpetuarse (Hugo Chávez en Venezuela es un buen ejemplo de esto).
América Latina fue víctima de un sistema colonial parasitario, como lo fue el español, cuyas secuelas siguen siendo un obstáculo que le impide marchar a la par de la modernidad política de Estados Unidos, Europa y varias naciones asiáticas, independientemente de sus particularidades culturales. El problema no radica en la lógica de la creación sino en la de la deformación. Nuestros políticos e intelectuales han sido siempre proclives a mezclar lo ancestral o folclórico con lo gubernamental e institucional. Es decir, mezclan la ficción con la realidad; no saben darle al arte lo que es del arte y a la política lo que es de la política.
Muchos de nuestros líderes aspiran a institucionalizar el realismo mágico: ¡vaya delirio! Es como si ahora le reprocháramos al hombre primitivo el haber abandonado las cavernas, o a los bárbaros germanos el haberse convertido al cristianismo, aun cuando en ambos casos hayan pasado a formas más civilizadas de convivencia (aunque, por supuesto, sin ser perfectas). Esa fue la visión que le faltó al José Martí sumido en el culto al hombre natural; a diferencia de Sarmiento, que, a pesar de su maquiavelismo y sus excesos contra el gaucho, logró convertir a la Argentina en un país moderno, haciendo énfasis en la educación: institución de primer orden en un sistema democrático.
La sociedad cubana, tras más de cincuenta años de dictadura totalitaria, ha llegado a niveles de deformación inimaginables. Los pocos valores de la decimonónica burguesía cubana republicana fueron convertidos, por el régimen castrista, en rezagos del pasado, para así reivindicar los atributos de la marginalidad: chusmería, guapería, falta de modales, vulgaridad ciudadana, etcétera. Sin embargo, el problema no es tan simple para pensar que el desajuste proviene del ser, como han sostenido algunos, sino también de sus circunstancias, como diría Ortega y Gasset.
A esas circunstancias hay que darles soluciones, como las buscó Martin Luther King en su lucha por los derechos civiles, o como las expuso el senador demócrata por Nueva York, Daniel Patrick Moynihan, en su informe sobre la cultura de la pobreza en los ghettos negros de Estados Unidos. Hoy esta última nación recoge los frutos de sus respectivos empeños, sin que esto implique que no haya que seguir mejorando y perfeccionando, pues si algo tiene de revolucionaria la democracia es que está abierta a la revolución permanente.
Joaquín Gálvez
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