Este año 2010 marca el 30 aniversario del éxodo del Mariel, un acontecimiento que impactó a la sociedad cubana y a su proyección desde el exterior. Una mirada a su historia no es solo una cronología de los hechos, sino un análisis de su legado, de las causas y consecuencias de ese estallido social en forma de estampida.
El 2 de abril de 1980, la ciudad de La Habana supo la noticia: seis cubanos a bordo de un autobús irrumpieron en la embajada del Perú. En un fuego cruzado de la propia policía, murió un agente. El gobierno de Fidel Castro pidió al embajador peruano que devolviera a los refugiados y, tras la negativa de éste, en un gesto de soberbia, retiró a los custodios, permitiendo la libre entrada del pueblo. Lo que no previó el gobierno fue que en menos de 48 horas buscarían protección en la sede diplomática 10,800 personas. Ya no se trataba, como afirmaba la propaganda de los medios oficiales, de una “clase explotadora” a la que se le nacionalizaron los negocios, o sea, no eran capitalistas expropiados los que escapaban, como en los primeros años de la revolución. En la embajada se concentraron refugiados de todos los estamentos sociales, cubanos que no habían tenido una experiencia directa con la sociedad de consumo, a los que se les había inculcado el temor al capitalismo mediante una publicidad constante sobre las consecuencias nefastas de la desigualdad.
Pero todo ese temor inculcado a la libertad económica había sido inútil. Durante 20 años se le había hablado al pueblo sobre la miserable vida en los Estados Unidos de aquellos que partieron en los inicios del “proceso revolucionario”. Un año antes de los hechos de la embajada, en 1979, se permitió, por primera vez, el regreso a Cuba de miles de exiliados que decidían visitar a sus familias. El impacto social de esas visitas fue determinante. Los cubanos pudieron ver con sus propios ojos que aquellos que tuvieron que comenzar desde cero su vida en los Estados Unidos regresaban como exitosos ciudadanos pertenecientes a una próspera clase media. Los miembros de la llamada “comunidad cubana en el exterior”, eufemismo del gobierno para evitar la palabra exiliados, hablaban con sus familiares, entre otros temas, de sus viajes a otros países. Los cubanos escuchaban perplejos sus historias: Cuba se había convertido en un país donde incluso el viaje a otras provincias constituía un desafío, y al extranjero no estaba permitido. Los visitantes venían cargados de regalos, bienes de consumo que el castrismo, en 20 años de revolución, había sido incapaz de ofrecerle a la población.
Con estos antecedentes no resultaba difícil que miles de cubanos se aventuraran a intentar, para ellos también, una nueva vida; a dejar atrás las falsas promesas de un futuro promisorio que nunca llegaba. El Estado totalitario no había sido capaz de garantizarle a las nuevas generaciones, educadas bajo el régimen, el bienestar espiritual y material que impidiera esa necesidad vital del éxodo.
El 22 de abril de 1980, el gobierno habilitó el puerto del Mariel como punto de encuentro y partida para aquellas embarcaciones que llegaban desde los Estados Unidos a recoger a familiares y amigos. Concedió que los refugiados regresaran a sus casas, prometiendo que se les entregaría un salvoconducto para su salida del país. Más tarde, el 1 de mayo de ese mismo año, Fidel Castro, en un célebre discurso, permitió la salida a todo aquel que quisiera abandonar la isla. Ante el desprestigio internacional que representaba para su proyecto socialista, la decisión de abandonar Cuba fue acogida por decenas de miles de ciudadanos. Entonces, con el propósito de desacreditar a los verdaderos exiliados, se abrieron las cárceles y se forzó la salida de cientos de delincuentes comunes. Además, se iniciaron los llamados “actos de repudio”, durante los cuales una masa envilecida lanzaba piedras, huevos e improperios contra todo aquel que decidiera marcharse. Tras estos vejámenes, el dolor de la separación y el miedo que representaba enfrentarse a lo desconocido cedieron paso, entre muchos cubanos, a la convicción absoluta de que nada podía ser peor que lo dejado atrás. Habían llegado a las costas de la Florida 125,000 exiliados al vencerse el permiso de salida y, según cifras del propio gobierno castrista, más de tres millones estaban dispuestos a salir por el Mariel.
Los primeros años de exilio no fueron fáciles para los llamados marielitos, sobre todo para aquellos que no contaban con familiares en los Estados Unidos. Algunas organizaciones religiosas ofrecieron su ayuda. A pesar del estigma propiciado por el gobierno cubano al introducir delincuentes expatriados en las embarcaciones familiares, los exiliados históricos, aquellos que habían llegado en los años 60 y 70 y abierto el camino para los que vinieron después, constituyeron en muchos casos un gran apoyo para la integración a la sociedad de este enorme grupo.
Por el Mariel llegó a Estados Unidos un nutrido grupo de intelectuales, profesionales y artistas. Muchos de ellos habían llevado una vida gris en la Isla como empleados del gobierno, sin iniciativa para escapar de los estrechos marcos que imponía una sociedad centralizada como la cubana. Otros habían optado por el ostracismo, escritores que escribían para sus gavetas o pintores que pintaban para un grupo de amigos. Es decir, creadores de gran talento que, impedidos de poner todo su potencial en función de su desarrollo personal y de la sociedad, se adaptaron a sobrevivir bajo la autocensura. También personas emprendedoras que vivían bajo el amparo castrador del Estado, individuos sin preparación profesional pero con un innato sentido del mercado y una voluntad creativa, y que se encontraban ahora en la disyuntiva de demostrarse a ellos mismos y a los demás que su decisión era la justa. Ya habían alcanzado la libertad, pero su futuro dependía de su uso y el aprovechamiento de esta, de su capacidad de realización.
Es cierto que, como diría Ortega y Gasset, el hombre es él y sus circunstancias, y las circunstancias habían cambiado. Se abría un nuevo camino para esos nuevos hombres. A 30 años de aquellos acontecimientos, el triunfo del Mariel es un hecho palpable. Con los años, muchos escritores y artistas, algunos de los cuales jamás habían publicado en su país, crearon una obra sólida, fueron traducidos a varios idiomas, fundaron revistas, editoriales, alcanzaron renombre como periodistas, reporteros, actores, cineastas, etcétera. Y otros con espíritu emprendedor, como negociantes crearon cadenas de restaurantes, comercios, compañías de servicios.
En Cuba, por otra parte, tal vez para aliviar el descontento de la población por un tiempo, ese mismo año el gobierno permitió que pequeños agricultores vendieran su mercancía excedente, después de cumplir con la entrega a sus cooperativas. Surgieron así los llamados “mercados libres campesinos”.
Durante un corto tiempo el pueblo pudo palpar que la iniciativa privada, aun con el enorme esfuerzo que representaba producir sin medios, bajo el totalitarismo, era capaz de abastecer las necesidades alimenticias que descuidaba el gobierno. No obstante, en el segundo Encuentro Nacional de Cooperativistas, Fidel Castro clausuraba estos mercados y acentuaba el control estatal sobre la economía, llevando nuevamente al país al estancamiento económico y a una profunda escasez.
El triunfo del Mariel, 30 años después, no es solo un ejemplo del fracaso evidente del régimen castrista. El éxodo demostró además que los anhelos de libertad del hombre lo hacen capaz de los mayores sacrificios. Y que en el marco de una sociedad que no pone freno a su capacidad creadora, desde la intelectual hasta la económica, puede realizarse plenamente. En este sentido, el éxodo del Mariel constituye también un aprendizaje humano, esperanzador.
Rodolfo Martínez Sotomayor
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