Los sicólogos, cuando analizan las razones por las cuales un individuo emprende acciones que pueden costarle la vida, tienden a afirmar que solo una situación límite, más intensa y desgarradora que el temor a la propia muerte (símbolo del fin), es capaz de conducir a un acto radical. Algo similar (el miedo al hambre, las enfermedades, la violencia, la persecución política, el acoso constante y la falta de libertad) conduce al hombre a dejar todo atrás para emprender un largo, peligroso e inseguro viaje desde su tierra natal hasta otro país, donde aspira a alcanzar lo que difícilmente lograría en su propio terruño. Ya sea por razones económicas, por desajustes sociales o por motivos políticos, el emigrante, en su peregrinar, se expone a perder la vida, como vemos a diario en las noticias. Sin embargo, el panorama cambia, da un giro de 180 grados para los que logran llegar. Los que llegan saben que han arribado al punto geográfico soñado, un espacio inquietante (en muchos casos la falta de documentación, y en otros las dificultades idiomáticas, resultan frustrantes) pero que ya de por sí constituye un triunfo, un punto de partida que está acompañado de un aura de esperanza, de la posibilidad real de ser uno mismo.
Suicida fue la experiencia de pedir asilo en la Embajada del Perú en La Habana, en 1980, junto a otras 10,800 personas, en un evento histórico sin precedentes en el campo de la diplomacia. Abandonar la legación con un salvoconducto que solo tenía el valor que el gobierno cubano quisiera proveerle, era también un acto suicida (conozco a quienes se los rompieron en la cara mientras le gritaban “¡No te vas!”). Luego salir por el Mariel y atravesar el Estrecho de la Florida a bordo de un barco camaronero con 260 almas acompañándome, y llegar a Cayo Hueso, resultó la más aterradora de las experiencias. Sin embargo, al calmarse las aguas, al atracar el barco en el muelle y desembarcar en tierra ajena (una enorme bandera norteamericana me lo señalaba), pero de libertad, experimenté una extraña sensación de calma, de sosiego, donde, por un lado, se acentuaba el peso de dejar atrás a familiares, amigos y todo mi pasado, y, por el otro, la satisfacción de haber llegado a un sitio donde, aun dando los primeros pasos, sabía que me aguardaba un futuro promisorio.
¿Por qué en Estados Unidos sí y en Cuba no, siendo yo la misma persona, con el mismo espíritu, con las mismas intenciones? Las respuestas se encuentran fácilmente. Solo hay que analizar con agudeza y frialdad las distintas realidades: En Estados Unidos hay democracia, en Cuba una tiranía. En democracia cada cual alcanza sus metas de acuerdo a sus posibilidades y talentos; bajo el totalitarismo, todo está a merced de lo que un Estado falsamente paternalista determine que debas o puedas hacer. El ascenso o descenso dependen de tu integración al sistema y el apoyo político que le brindes a ese gobierno.
La historia cubana del último medio siglo está repleta de personas que por no manifestarse abierta y entusiastamente revolucionarios han perdido sus empleos profesionales. Yo fui expulsado de la Universidad de La Habana en 1978, donde estudiaba una carrera escogida por el Estado --no la que yo deseaba--, porque me negué a combatir en la guerra de Angola. Esa es mi experiencia bajo el castrismo. En Estados Unidos logré uno de mis propósitos, que era estudiar y ejercer el periodismo. Para trabajar, lo único que me exigían era profesionalismo. Nadie me preguntó por mis posiciones ideológicas. Es más, el medio para el que escribo es conservador y yo me considero un hombre liberal. La línea del periódico se inclina hacia el Partido Republicano, y yo estoy inscripto en el Partido Demócrata. Aquí se vive en democracia, con tolerancia y respeto a la opinión ajena. Bajo el castrismo, nadie que no responda abiertamente al aparato de poder puede escribir en Granma o Juventud Rebelde.
El exilio ha sido una experiencia grandiosa. Llegar a Cayo Hueso literalmente con una mano delante y otra detrás, y treinta años después poder decir “he triunfado”, es una gran satisfacción. Quizás se podría pensar: “¡pero treinta años es mucho tiempo, hay posibilidades de ascender!”. Claro que sí. Pero en Cuba no hubiera podido siquiera proponérmelo. Mis contemporáneos, mis amigos de infancia y adolescencia que no se fueron durante el Mariel, con el tiempo se han sumado al exilio, y otros, los que aún permanecen en la isla, siguen viviendo en las mismas condiciones, con las mismas desesperanzas y los anhelos de un cambio que no llega. No importa cuánto maquillaje y puesta en marcha de proyectos “bajados por el Partido” soporte el sistema vigente en Cuba: nunca dará resultados sólidos porque la única manera de conseguir que un país progrese es a través de la propiedad privada, del esfuerzo individual. La colectividad totalitaria no es una alternativa viable. El trabajo de un individuo fortalece al del otro. Lo que un empresario fabrica lo consumen otros, creando un ciclo de producción y consumo, de oferta y demanda, y todo ello sin la intervención del Estado, sin que haya que preguntarle al comprador o vendedor sus inclinaciones políticas. El capitalismo y la libre empresa son el verdadero concepto de colectivismo. En ese marco, todos generan productos y enseres de los que los demás se benefician, lográndose, en conjunto, un progreso generalizado, es decir, un avance social.
Vivir fuera de Cuba me ha dado la posibilidad de crecerme. Como escritor he publicado mis libros. Escribo sin temor y lo que quiero. Es más, en algunos de mis libros se critica a la sociedad norteamericana, y esas observaciones no han afectado mi vida en lo absoluto. En la isla, escribía y escondía mis textos por temor a un siempre inminente registro. Ahora leo lo que quiero, sin que el gobierno me indique qué autor está autorizado y cuál no. Incluso, sigo a los escritores que viven y publican en Cuba, algo que los cubanos residentes en la Isla no pueden hacer con los libros editados fuera del país. He viajado, he podido entrar en contacto directo con culturas centenarias y milenarias. He estado en Grecia, España, Italia, Alemania, Francia, Holanda y Austria, entre otros países europeos. Visitado también México, Venezuela, Colombia, Costa Rica, República Dominicana. Recorrido los Estados Unidos y Canadá, y todo sin necesidad de una “carta de invitación” y una “tarjeta blanca”. En Cuba, los intentos que hice para conocer los lugares más emblemáticos de mi país resultaron frustrantes en muchos casos. Llegué a las cuevas de Bellamar y no me dejaron entrar porque las visitas eran “para extranjeros”. Arribé a Isla de Pinos en un barco y tuve que dormir en la terminal marítima, asediado por mosquitos, porque el Hotel Colony era sólo “para extranjeros o compañeros con una carta de trabajo”. Otras experiencias también fueron frustrantes.
Como cubano nunca me hubiera gustado dejar atrás mi patria. Sé que de haber vivido en la isla bajo un régimen democrático (aun con todas las deficiencias que la democracia y el pluralismo acarrean) hubiera logrado lo mismo que he alcanzado en el exilio. Lo que tronchó mis expectativas, lo que me llevó al desarraigo y el destierro, fue el totalitarismo, el comunismo. Creo que nadie desea comenzar de nuevo. Solo situaciones extremas, como el miedo a algo más devastador que la propia muerte (vivir en el ostracismo, sometido por un gobierno, es también una forma de morir), es capaz de llevar a un hombre al paso gigante, arriesgado, tremendo, de lanzarse al mar. Un acto de desesperación, un acto suicida a partir del cual poder escapar de un régimen destructor, como el de los hermanos Castro en Cuba.
Luis de la Paz
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