Volver, volver, ¿volver?

Una amiga regresa a La Habana. Dice que ya lo necesita, y yo me quedo pensando en lo que escribió Eduardo del Llano después de su viaje a Chile, y me preocupo por lo que se le viene encima, todo lo que dejé atrás hace dieciséis años.

Vuelve a mí la eterna pregunta sobre qué estaría haciendo en la isla de haberme quedado. Mi amiga dice que se hace lo que se puede. Pienso qué estaría haciendo yo si no me hubiese subido a un barco y atravesado el Estrecho de la Florida. Tal vez estaría trabajando por trece dólares al mes. A lo mejor escribiría un blog (o este mismo). Quién sabe si me hubiese convertido en opositora y estuviera en la cárcel, como temía mi abuela. Tal vez me hubiese marchado de todos modos, a otro país.

Mi amiga me ha preguntado si extraño la ciudad. La verdad, no. Aunque a veces sueño que salgo del trabajo y cuando empiezo a conducir mi auto atraviesa las calles habaneras para llegar a mi casa en Miami; un trayecto que a cada rato me lleva por el Malecón al atardecer. Por suerte, quedaron atrás las pesadillas en las que iba de visita a mi país y luego no me dejaban salir; algo que creo tiene que ver con la decisión de no volver. ¿Sigue siendo Cuba mi país? ¿Cómo saberlo? ¿Alguna vez fue mío? ¿Volveré?

No por ahora. No pidiendo permiso para entrar. No si tengo que sentir otra vez que debo tener cuidado con lo que digo. No si tengo que subirme al avión con el corazón en la boca pensando si me dejarán pasar lo que llevo en el equipaje, o cuánto me harían pagar por ello en el aeropuerto.

Y es que nada ha cambiado. Sólo que el gobierno explota cada vez más a sus ciudadanos, amén de la falta de libertades y la represión, que permanecen intactas.

Ayer, mientras mi amiga y yo devorábamos un Cold Stone con doble cargo de conciencia, me dio por preguntarle si también permanecía intacto el menú de Coppelia. Y si en 23 y L siguen vendiendo sólo jimaguas y ensaladas, como cuando me fui en el 94. Cuando nos despedimos me puse a recordar las colas interminables para devorar una ensalada de vainilla, y a muchísima gente linda que conocí en aquellas horas de espera y se convirtieron en amigos para toda la vida, ahora dispersos por el mundo. Me gustaría encontrarlos otra vez. No sé dónde, si en París, como nos jurábamos en las fiestas interminables por allá por "The Texas’ Corner", o en La Habana, como predice Boris.

Por ahora, le escribo a mi amiga a ver qué tal le fue con la aduana cubana. Y le deseo a ella y a todos los que quedan por allá una Cuba diferente.

Verónica Cervera

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