Causas y azahares

No quedaba ni una naranja de aquellas que con su olor me dejaban mareada durante días. Aunque tal vez no era mareo, sino sentimiento de culpa por mentirle a mi madre, decirle que iba a estudiar, cuando en verdad me escapaba con mis amigos a montar bici por los naranjales, como si de olivares del sur de Italia se tratara. A soñar, que no estaba prohibido. ¿O quién sabe? El mareo se agravó después del primer beso del Chino, un día en que nos comimos casi un saco de naranjas entre los dos. Pasé semanas con aquel olor de azahares persiguiéndome, sin poder contarle a nadie lo que había pasado en el naranjal. Me daba cierta pena confesarles a mis amigas que por fin sabía lo que era “apretar”. Luego vino el sexo y él se marchó. Regresaría mucho después- el tiempo es lento para una adolescente en la isla- en un ataúd.
Entonces no pude llorar. Ahora tampoco recuerdo si lloré por él cuando regresé a mi pueblo, después de haberlo dejado hacía quince años. Todo se había vuelto diferente. Ni siquiera el sol era tan fuerte como cuando aprendí a pedalear entre los naranjales. El Chino me enseñó. No sé si fue por no cargarme en la parrilla de su bicicleta –ya desde entonces yo estaba gordita-, o por la caída que me di un día que perdí el equilibrio. Me raspé y me quemé toda la espalda con el asfalto de las dos de la tarde. El me quitó la blusa, pues sus jirones estaban pegándose a mi carne con una sangre escasa y espesa. Improvisó una blusa amarrando las puntas del final de la botonadura de su camisa a mi nuca, dejándome la espalda afuera. Ahí mismo se ofreció a curarme, y luego a enseñarme a montar bicicleta, y mientras me enseñaba a montar bicicleta me enseñó a besar, y mientras me besaba un día me hizo el amor; y mientras al día siguiente yo daba vueltas por el pueblo con mi virginidad recién perdida, esperando tropezármelo al doblar una esquina, él ya estaba camino a África.
“No llegó a escribir ni una carta”, gritaba su madre junto al ataúd en el que nunca he creído reposaran sus restos. Nadie se atrevió a destapar su caja. Ni las de los otros setenta y ocho. A mí tampoco me había escrito. No sé si nuestra relación o nuestra amistad hubiesen continuado de no estar los angolanos en guerra y Fidel encaprichado con el internacionalismo proletario. Tal vez hubiésemos vivido, emigrado y regresado juntos. Seguro que hubiésemos soñado con volver y revolcarnos sobre las naranjas para oler como entonces, y hubiésemos terminado llorando de rabia frente al nuevo paisaje. A lo mejor me lo hubiese encontrado, como a algunos amigos, triste, magro, quemado por el sol. Pero ni se quedó en Cuba ni viajó conmigo. Yo regresé con las cenizas de mi madre, muerta también lejos de la isla. Al menos ella no había ido a luchar una guerra ajena.
A él lo trajeron como dos años después de su muerte. Yo quería creer que era un error y soñaba con que había desertado y se había encontrado con Jim Morrison -que también seguía vivo- y juntos habían descubierto la ruta de Rimbaud, traficando marfiles. Un día, con mis padres, abandoné el país. Diez años después fui esperar el nuevo siglo a París, bajo el Arco de Triunfo. El Chino y yo siempre bromeábamos con esperar el nuevo siglo en la Ciudad Luz, mientras pelábamos naranjas y leíamos a los poetas franceses. Era una especie de promesa. Soñábamos que en el año 2000 podríamos viajar libremente por el mundo. Empezaríamos el siglo bebiendo champagne y mirando los fuegos artificiales, abrazados bajo el Arco. Con la dicha de quien no sabe qué le espera.
Despedí el 99 sola. El Chino no llegó. Ni tampoco el fin del mundo. Tampoco la posibilidad de que los cubanos pudieran viajar libremente. Mi madre siempre quiso, aunque fuera por una vez, volver a la finca de mis abuelos, pero nunca le permitieron regresar. De no haber sido por ese empeño suyo, yo me hubiese rendido aun antes de pedir el permiso de entrada. Viajé para cumplir su deseo, aunque fuera llevando sus cenizas para esparcirlas en la tierra de sus padres. Cuando me alejaba del pueblo quise recorrer en bicicleta aquel camino de naranjos y sólo vi un campo cubierto de marabú. Mis cenizas, ¿quién las llevará?

Verónica Cervera: http://evidenciascubanas.blogspot.com/

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