El recluta

No sé por qué aún recuerdo su aspecto, pues bien pudo ser alguien intrascendente en mi vida. Tal vez, la memoria tenga poderes premonitorios y conserve de esa forma las imágenes de lo que realmente puede ser valioso, dentro de tanta cosa inútil que nos esforzamos por recordar cada día. Perfectamente pudiera hacer un retrato hablado de su cara adolescente y regordeta, de sus ojos claros con pelo rubio, pequeño de estatura pero con el cuerpo recio del que trabaja el campo; un físico que frecuentemente había observado en los pueblos de la región central.
Sólo de mirarlo, sabía que era un hijo de guajiros. Cómo no percibirlo teniendo yo su mismo origen.
Quien por casualidad lea este relato podría pensar que de inmediato simpaticé con él por nuestro común origen. Realmente no fue así. Llegó a la sala, remitido para ingreso, cerca de las cuatro de la tarde, cuando me disponía a salir disparado para mi casa, donde me esperaban mi pequeña de tan solo meses, de la que me separaba una guagua que en ocasiones demoraba horas en pasar. Y ahora el dichoso chiquillo, al que tenía que confeccionar una historia clínica y ordenar estudios como era norma del hospital. Así que tuve que sobreponerme a mi contrariedad y cumplir con mi deber.
Ya en la entrevista médica, donde me refirió sus síntomas, descubrí que estaba mintiendo. Y no era un buen mentiroso, le faltaba la pericia de quien necesita inventarse una enfermedad creíble. Yo, con el tiempo, me había convertido en una especie de experto en este tipo de situaciones con los reclutas. Así que, sin expresarle mi opinión, esperé tranquilamente mi venganza, que llegaría el día que estuvieran los resultados de sus estudios, donde se demostraría, sin lugar a dudas, que el guajirito tenía una salud a prueba de bombas.
Así los días fueron pasando, entre la monotonía y los agobios del trabajo y la vida, sin que apenas reparara en el callado y poco comunicativo paciente, al que pasaba revista con la indiferencia que generalmente adoptamos los médicos para los casos rutinarios, de los que no podemos aprender nada.
Y llegó el día de las conclusiones. Ya no recordaba la molestia del primer encuentro, pues no soy rencoroso por naturaleza y sólo deseaba darle el alta, para que su cama pudiera ser ocupada por otro que tal vez la necesitara realmente. Lo llamé a nuestra consulta y sin muchos rodeos le comuniqué que estaba perfectamente bien de salud y, por tanto, debía reintegrarse a su Unidad.
Seguramente fue en ese momento que sucedió la magia de las pequeñas cosas que nos permiten después recordar lo intrascendente en apariencia.
Sus ojos, húmedos a fuerza de aguantar el llanto, y la expresión de desamparo de su rostro, me hicieron visible de pronto algo que a pesar de mi experiencia no había logrado ver. Aquel chico tenía un motivo de fuerza para fingir, no quería salir a pasear con su novia o bailar el sábado en una disco. Necesitaba desesperadamente aquel pase por una causa que yo aún desconocía.
―Mi madre está recién operada y yo soy hijo único –me explicó en voz baja y vacilante–. Pero en la Unidad están suspendidas las salidas por cualquier motivo, y yo necesito ir a verla.
Seguramente soy una persona cuajada de defectos, pero como todos tengo alguna virtud. Creo que es la del amor por mi familia y en especial por mi madre. Así que, de golpe y porrazo, me transformé en su aliado secreto y decidí ayudarlo a toda costa, sin que mediara aclaración alguna, pues en realidad yo estaba violando mi ética profesional.
Le inventé algo de poca monta, que me permitiera rebajarlo de servicio por los días suficientes para que pudiera hacer su viaje. Podrán imaginar que en cuestión de segundos desapareció de mi vista, no sin antes darme un fuerte apretón de manos como única forma de agradecimiento.
Después lo fui olvidando todo, como se olvidan las cosas cuando se hacen por una buena causa. Los médicos cada día vivimos historias nuevas que sepultan a las anteriores. Sólo recordamos nuestros errores y los casos que pueden servir de experiencia para el futuro. Las victorias sobre las enfermedades y la muerte son nuestro trabajo y no merecen ser recordadas, que para eso están los pacientes, si lo desean.
Así pasaron no sé cuántos años, pues memorizo muy mal las fechas. Un día cualquiera, mientras intentaba merendar algo en la cafetería del hospital, se me acercó un joven oficial y me preguntó si lo recordaba. Algo que parecía un insulto directo para mi olvidadiza memoria.
―Mire ―me dijo dándose cuenta de su craso error–, yo era el oficial que atendía a un recluta que usted ingresó hace bastante tiempo.
Y a continuación me describió su físico, nombre y lugar de origen. Entonces vino a mí la luz.
―¡El guajirito! ―dije con esa expresión de triunfo del que logra hacer algo para lo que se considera incapacitado permanentemente–. ¿Qué fue de su vida? –pregunté aún con aire de júbilo, ahora amortiguado a medias por un no sé qué que tenía de inquietante la actitud del guardia.
―Él nunca regresó del pase que usted le dio por enfermedad.
―Lo dijo con un tono socarrón de complicidad, que agudizó más aún mi suspicacia natural.
―Un mes después de cumplido el tiempo fue declarado desertor –continuó explicando–. Y reclamado en su casa por el servicio de prevención militar. Dicen que lo encontraron vestido de campo, guataca al hombro y rojo de la tierra que trabajaba con su padre. Así pidió que le permitieran bañarse, ¿pero puede usted creer que del baño nunca salió vivo? Compadre, fíjate si tenía cojones el chiquito, que se tiró de pecho sobre su propio cuchillo. A la mitad se partió el corazón, el muy cabrón. La verdad es que los jóvenes no la piensan.
―Y su mamá, ¿cómo estaba? –pregunté ingenuamente, impactado como me encontraba por la brutalidad del hecho y por la sospecha creciente de que, finalmente, había sido engañado.
―Su mamá no tenía nada, médico.
Me respondió en la forma directa que suelen utilizar las personas sencillas.
―El problema lo tenía en la Unidad. Allí sí tenía la cosa en candela. Resulta que unos delincuentones se llevaron diez pares de botas del almacén y cuando empezaron a apretar a los guardias, para encontrar al culpable, la soga se partió por el más débil. Se aflojó de lengua, el pobre, él no tenía calle para esa presión. A los ladrones se los llevaron presos, pero quedaron sus amigos para hacerle la vida imposible. Docto, usted se puede imaginar, aquel pichón de paloma rodeado de buitres, de los barrios peores de la ciudad. Nosotros tratamos de ayudarlo, no crea usted que no hicimos nada, pero no podíamos protegerlo todo el día. Él trató a su manera de resolver, diciendo que le dolía el estómago, pero ustedes los médicos no son tan fáciles de engañar, así que cuando se vio apreta’o prefirió arrancársela él mismo que regresar a la Unidad. Yo creo que tenía más valor que nadie. ¡Y todavía decían que era un cobarde! A mí, de pensarlo, se me tranca la respiración. Bueno médico, me alegro haberlo encontrado; hace rato quería verlo para hacerle el cuento. Mire, yo sé que usted se portó bien con él, la verdad creo que la cosa no tenía remedio. Él desde antes lo tenía decidido.
El buen hombre, dando por terminada la conversación, me palmeó el hombro familiarmente, a modo de despedida, y se alejó hacia el mostrador.
Y yo, de repente sin apetito, me senté en un banco a pensar en aquella vida joven perdida tan inútilmente; a pensar en todo lo que aún me quedaba por aprender, y en lo que había aprendido ese día. En lo que me había enseñado aquel muchacho, en la fuerza que podía tener un sentimiento, y en la atención que debía prestarle a las cosas que no podía ver, o tocar. Y, sobre todo, en la humildad para entender a los que piden ayuda sin hablar.
Aún me encontraba sumido en mis meditaciones, cuando la enfermera jefa de mi sala bajó buscándome con aire ansioso, y al localizarme me interpeló en tono autoritario:
―Doctor, ¡tiene un recluta esperándolo para ingresar! Necesito que se apure, que si no termino se me va a ir la guagua de las cuatro, ¡y después nadie sabe cuándo puede pasar otra!

Eduardo González

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