Habana Dream

Faltaban unos minutos para las ocho cuando los primeros peatones de la capital descubrieron aquellos diarios del siglo anterior en los estanquillos de venta. Ninguna respuesta logró compensar el efecto de la sorpresa, pero el origen del evento se supo ese mismo mediodía; la radio y la televisión anunciaron a toda voz la distribución de aquellos periódicos viejos para iniciar el año nuevo. Fueron los funcionarios que trabajaban en los inmensos sótanos de la Biblioteca Nacional. A ellos se les había ocurrido la idea.
Dos semanas antes habían propuesto convertir en celulosa las incontables revistas conservadas en los almacenes; una solución, dijeron, a la grave carestía de papel imperante en el país. Calculado lo que podrían obtener con ese material, se podía aumentar la circulación de diarios en la capital. En Noviembre el gobierno se había visto en la obligación de detener las publicaciones, las antiguas imprentas se habían convertido en vastas naves silenciosas regenteadas por el olor húmedo del abandono y los funcionarios alertaban las altas instancias sobre el peligro que implicaba detener la prensa. Se pidió un permiso estatal, pues, para convertir esos diarios antiguos en material y diferir así lo que se estaba viendo llegar. La Biblioteca Nacional guardaría por supuesto uno o dos ejemplares de cada fecha, pero conservar miles de folios que repetían una historia truncada en el vacío serviría de poco. El pasado de la nación iría, añadieron, desapareciendo paulatinamente, y en un tiempo relativamente corto, unos meses a lo más, sería inexistente. Una ciudad sin prensa era un blanco perfecto para las contradicciones crecidas al amparo de la incoherencia.
El gobierno encontró un dilema suplementario a los que ya existían en esa laboriosa argumentación, epidérmica como todo lo demás. Los documentos que avanzaban la prevención erraron un poco por los ministerios hasta caer en manos de funcionarios que atendían asuntos de urgencia. Los síntomas parecían suficientes para la alarma: una prensa ausente sería aprovechada por cualquiera para llenar enseguida ese hueco con algo útil. Se previó que de ninguna manera podían ofrecerles eso. Convicciones había, muchas inclusive, esa no era la cuestión, lo importante era cómo poner en marcha las imprentas. No se podía: eso se sabe, dijeron. Pero el sobresalto no era menor; si no era posible publicar nuevos diarios se repartirían los ejemplares almacenados en los grandes sótanos de la Biblioteca Nacional. La red de quioscos clausurados recientemente, ¿no podría reabrirse para asegurar la distribución? Tres dijeron que sí. El nuevo proyecto permitiría salvar el hábito de lectura durante varios meses, dijo otro, mantener a los ciudadanos en una órbita de información nacional, impedir la sensación de vacío que se crearía si se detuviese totalmente la circulación. Esa y otras soluciones salieron por la puerta del Ministerio.
La televisión anunció el programa educativo en los primeros días de Navidad; comenzar el nuevo año leyendo en la prensa antigua los detalles de nuestra historia no era poca novedad. La consulta de noticias relativas a la época, las corrientes políticas de antaño, constatar los progresos y conocer la cultura de finales del pasado siglo eran sólo algunos de esos beneficios. La colaboración por supuesto de la población era necesaria para recaudar fondos. Con ellos, reactivar otra vez las imprentas para el año venidero. El veinticinco de Diciembre le preguntaron al director de la Biblioteca con cuántos diarios contaban los inmensos archivos ubicados en los sótanos. Los suficientes para mantener la circulación durante quince meses aproximadamente, respondió. Si era necesario ellos mismos se encargarían de la distribución.

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Al inicio no fue tan fácil como lo habían previsto. Varios días después la sorpresa se asumía todavía con trabajo y algunos barrios mostraban una pereza al cambio. La segunda semana de Enero, sin embargo, los primeros indecisos comenzaron a sentirse rezagados primero en las cafeterías, pronto en las pláticas de los centros de trabajo y más tarde incluso en los bailes de domingo. El personal de la Biblioteca decidió repartir los diarios acatando desde el inicio la cronología y obtuvieron la repercusión favorable que merecían. Todavía en Febrero muchos abordaban las noticias con una suerte de curiosidad anticuaria, pero el catorce por la mañana, los enamorados remotos en primera plana marcaron el balazo de la partida y la población entera no volvió a extraviar el ritmo. El veinticinco de Febrero se inauguraban en las páginas del centro las novelas seriadas que tanto habían hecho vibrar a los abuelos a finales de siglo. Fue el golpe de gracia a las vacilaciones algunos renuentes. Los más exigentes hallaron enseguida su rinconcito en los detalles de eventos históricos del país que les ahorraban la lectura de algún pesado volumen.
La población anciana fue de lejos la más satisfecha; aquellos diarios que sus padres habían leído, pregonados ahora en las avenidas con actores que habían marcado todavía su niñez, les creó un sentimiento de seguridad frente a los más jóvenes. Las estrellas maquilladas en las cubiertas coloreadas a toda portada les llenó la sangre de entusiasmo. Por primera vez los nietos se vieron obligados a indagar entre sus abuelos por los nombres tatuados en las páginas de actualidades. A finales de Marzo era inútil llegar después de las nueve a los estanquillos; “Agotado”, era todo lo que encontraban colgado de un hilo en la ventanilla. Se escuchaba comparar por doquier la factura de los nuevos diarios antiguos con los que habían desaparecido unos meses antes. Recordaban con desgana la presentación perfecta y fría de aquellos, frente al tono cálido y descuidado de estos grandes periódicos pasados. En menos de doce semanas la exuberante caligrafía de los caracteres y el cuidado general de los diseños de la época hicieron lo suyo, y algunos productos desconocidos no fueron ajenos a la sugestión.
Peatones que comenzaban su jornada con los diarios bajo el brazo, cautivados por el mismo apetito de noticias y el arrebato natural que despiertan de ordinario las novedades. Por segunda vez en sus vidas, los ancianos leían aquellas noticias antiguas y formaban grupos entregados a las discusiones de entonces en alguna esquina. Los jóvenes indagaban en las líneas sinuosas de las actrices desaparecidas un remoto y lento erotismo desconocido. Corrían a comentar con los colegas esas mieles de antaño con las palabras puestas de moda por los viejos diarios, se hacía entender uno de lo mejor con esa reserva de términos en desuso. Qué otra cosa podía hacer el gobierno, por su parte; se agradeció públicamente el apoyo general. Lo hicieron una mañana del tercer mes, pero nadie se enteró; apenas salieron a la calle, los primeros transeúntes vieron los quioscos cubiertos con los titulares que anunciaban la muerte de una de las cantantes más populares desaparecida noventa años antes. La nueva se expandió veloz como un reguero de sombra. Bastaba asomar la cabeza a cualquier avenida para advertir el olor insoportable a tristeza antigua. Dos horas más tarde ya era casi imposible encontrar algún ejemplar de los siete diarios en circulación. Los lectores de la sección política indagaban las noticias sobre la abolición de la esclavitud en ejemplares que se pasaban de mano en mano. Fue por esta razón, y no por haber perdido todo contacto con el exterior, como creyeron entonces, que la televisión dedicó algunas transmisiones al comentario de las crónicas que andaban por los periódicos. La Biblioteca Nacional había detectado en algunas provincias un sobrante en ejemplares causado tal vez por un mal cálculo y reforzó la distribución en las áreas de mayor consumo.
Hasta finales de Abril todavía la televisión contaba con el lujo de reservar dos horas a las noticias que se hallaban fuera de los diarios antiguos. En Mayo no era posible; ambos canales no alcanzaban a comentar los debates políticos y sobre todo las crónicas del período seguidas con pasión por familias enteras. La rentabilidad incipiente no era suficiente aún. Las exiguas ganancias bastaban a lo sumo para abastecer los medios de distribución, y los trabajadores de ese sector, al menos al inicio, terminaban por desviar hacia el mercado negro una gran cantidad de periódicos. Dentro del cuerpo de policía se creó una brigada para intervenir el tráfico, no se logró mucho con esas astucias. Algunos vieron allí el germen de la confusión futura.

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Cuándo brotaron las primeras tendencias políticas no se sabe, ni quiénes comenzaron a vociferar sus pareceres, ni cuál fue el origen de las primeras rivalidades. En Junio las tensiones en los centros de reuniones ya era asunto viejo y ese pasado desenterrado era leído con un apetito confuso. La discusión agitada, los ataques o las defensas que animaban los parques al mediodía eran solo el relevo de las hostilidades de la tarde anterior en algunos bares del centro. En la rivalidad de esos lugares se disputaban el prestigio de las firmas que cerraban los artículos. Los primeros que llevaron la actividad intelectual a la calle fueron los negros y mulatos. Habían descubierto cuál había sido su situación política a finales del siglo anterior y en varios días privilegiaron la gran Avenida del Prado, una verdadera constelación de grupos militantes llegados de los barrios periféricos. Bastaban las aceras anchas de algún boulevard o la venia de cualquier institución para avivar las opiniones opuestas que andaban flotando en el ambiente. En la esquina de Neptuno comenzaron a reunirse los lectores de El Ciudadano o de La Unión, que después cambiaría su nombre por otro más a tono con la venta; El Heraldo. Se les veía agitar enérgicamente las hojas con grandes aspavientos oratorios.
De mestizos, de negros, de separatistas, de organizaciones que no incluían la raza negra en la sociedad, de todo se hablaba en las barras de las tabernas, siempre con la citación de algún antiguo líder a flor de labios. Los que se reunían en la esquina de O’Reilly y Obispo criticaban esa defensa a los intereses de la Metrópolis con ejemplares de La Fraternidad y de La Igualdad, dirigidos por negros de las vertientes radical o liberal. Las organizaciones de pardos y morenos eran un lujo de organización. A los liberales se les hacía la boca agua porque los artículos que podían esgrimir a su favor tenían un aire compacto, duro con sus enemigos, como si el estilo de esa franqueza fuera un secreto. Los Radicales se reían de esa ingenuidad, al fin y al cabo si se trataba de estilo ellos contaban con lo suyo; Ramón Pereda se llamaba, el primero de sus artículos salió el 12, antesala de la revuelta en la calle Monte. Se gritaba autonomismo en la calle San Lázaro y dos calles más allá los anexionistas ya estaban escribiendo la revancha. El Diario de la Marina considerado intransigente a pesar de la enorme clientela, La Coz duplicando sus tiradas y los Separatistas aumentando inmediatamente el tono, de todo había. Un mes después la excitación general desencadenó la violencia que se esperaba. El gobierno optó por repartir la venta en quioscos distantes para evitar las riñas tumultuosas, pero separar las pasiones contrarias ya no era tarea de novatos. Incluso la revista Minerva que apareció por entonces tendía a la confusión con sus fogosas controversias que ocupaban la esquina de Tacón y Obispo. La audacia de esa revista redactada por mujeres no se notó en medio de grupos que eran disociados frecuentemente por el cuerpo de policías. Algunos órganos de prensa formaban un terreno neutral de tendencias mixtas diluidas entre ellas sin violencias, pero muy pocos ciudadanos habían permanecido al margen; fueron ellos los primeros en constatar la desaparición del ambiente cordial de las primeras semanas. Correderas, reivindicación pública, manotazos en la barra de algún café con un antiguo ejemplar anexionista enarbolado en la mano, se vio eso, y más. La situación llegó al límite cuando en la Avenida del Prado, en una discusión acalorada, un hombre armado se abalanzó sobre un asistente que sostenía una opinión contraria disparándole con un revólver en el pecho.
La noticia llenó de alarma a las autoridades municipales. Cada fracción hinchó sus artículos de patriotismo, hasta la periferia llegó la violencia. Dos días después los nombres más elocuentes de ese frenesí conspirador fueron detenidos. Un informe llegó esa mañana al gobierno con el detalle de los estragos causados por la distribución de los antiguos diarios. Esperarían a ver qué los niveles superiores decían; por lo general el mediodía, más el sopor, bastaban para cumplir su tarea de zapa contra el fervor. No se esperó tanto, el Presidente convocó una reunión y se mostró preocupado por la violencia. A los grupúsculos que contaban con espacios de conspiración ya los conocía ¿Detener la distribución?, le preguntaron. Sobre todo, respondió, cautela, se ganaba poquísimo con eso y de imprudencia ya tenían bastante. Le oyeron decir que se trataba “de una etapa pasada de nuestra historia”, lo pensó en voz alta, como si no dijera nada; no importaba cuántos escritores existían llenando papeles, ni qué garabateaban en esos libelos recalentados por diarios del pasado. Se trataba de una efímera crisis probablemente racional, dijo, pero ahistórica, añadió enojado. Por lejos que fueran, sólo podrían desencadenar una situación previa al presente. Y en los sótanos ¿cuánto quedaba? No estaban seguros de poder aguantar un año entero. Bien, se continuaba recaudando fondos, y eso gracias a la población, lo dijeron por televisión al día siguiente, lo que era cierto. Le preguntaron al Presidente si consideraba terminada la reunión. Dijo que sí con la cabeza. Salieron pensando que era posible, sin perder de vista (jamás lo hacían) lo que quedaba en la hemeroteca; por el momento bastante, después ya se vería.
La maniobra, audaz, no logró detener la ola de revueltas que seguían a los mítines. Las discusiones crecían como por encargo sin que la Biblioteca llegara a abastecer la gula general de eventos. Esa esgrima sofocada, indescifrable para los no iniciados, facilitó el espionaje en los partidos contrarios. Los pequeños líderes se vieron obligados a entrar de lleno en los vericuetos del mercado negro finalizando Septiembre. Fueron suficientes varios días para cubrir de escándalo el prestigio de algunos. La situación parecía insostenible cuando el personal de la Biblioteca fue convocado para disminuir el ritmo de las ventas; a los conspiradores era mejor dejarlos tranquilos, repitió el Presidente, los pasquines confiscados no debían considerarse como un desacato, señaló, implican una desobediencia relativa generada por discordias que en realidad no existen. Ya le habían informado que muchos ciudadanos no respetaban a los miembros de la policía porque no reconocían los uniformes; eso, en cambio, era urgente. Dos días más tarde corrigieron el corte de las chaquetas, estrecharon los puños de las camisas y adaptaron los tonos del uniforme a los colores de la época.
Apenas terminaron, el director de la Biblioteca Nacional aceleró la distribución de los diarios más neutros. Ya había ordenado disminuir los ejemplares que incitaban a la polémica, eso conseguía atenuar las consecuencias más visibles, ganar al menos unos meses en la cronología, porque los miembros de la policía mostraban dificultad para adaptar órdenes incompatibles. El desacato terminaba por no serlo, la ley se acataba al dedillo, pero era incomprensible. Un cuerpo especial fue inmovilizado en los cuarteles para evitar la contaminación, al resto del cuerpo de la legión no hubo otra opción que dejarlos perderse en la marea de acontecimientos. La televisión decidió eliminar toda noticia ajena a los periódicos por temor a perder audiencia, sobre todo ahora que las facciones políticas buscaban allí lo que no encontraban en los diarios. Dos o tres historiadores analizaban las noticias con dos días de antelación, se buscaban soluciones en la hemeroteca, se eliminaban las fechas proclives a empeorar los conflictos. Una parte de los fondos del mes de Octubre se destinó a sobornar la hostilidad de los principales cabecillas por temor a ver la ciudad sojuzgada por la anarquía. Lo mejor es pararlo todo y que salga lo que sea, se decía en la hemeroteca, a medianoche, fatigados por el trabajo. Da lo mismo, pensaban (mal síntoma). Apenas una semana más tarde, en una reunión a puertas cerradas en la Biblioteca Nacional, el Presidente de la República ordenó acelerar otra vez la venta de los diarios.
Tres fechas por día comenzaron a venderse en los estanquillos. La generosidad implacable de esa decisión sembró un alboroto temporal sin lindes. Las discusiones eran un vertiginoso remolino de flujos políticos que desbordaba la capacidad de lectura. La exclusión de algunas fechas en las cercanías de Navidad era un misterio que los más avezados intentaban evacuar sin saber por dónde llegaban esos huecos. La opinión pública sí, existía, pero como una suerte de Tarot que no todos podían seguir. Bastaba que el gobierno eliminara de golpe dos días enteros de la distribución para crear hoyos de un almanaque por donde se colaba el capricho, disturbios de nuevo. A los activistas de la insurrección los encerraban para colaborar con la imagen general de agitación inherente a la atmósfera turbulenta generada por los periódicos. El Presidente en persona ordenaba la liberación tras algunos días. Al gobierno sólo le importaba ahora llegar lo más rápido al presente sin causar estragos. Lo demás consistía en explicar a los funcionarios que no se trataba de desafectos; esos conspiradores trabajaban para provocar cambios que confluían necesariamente en el apoyo al actual gobierno. Inútil decir que muchos empleados sentían una rara nostalgia proyectada hacia el futuro, pero callaban sus reacciones por temor a ser expulsados del círculo restringido que todavía conservaba su derecho al presente. La élite del gobierno sospechaba esa astucia, pero sería el colmo ganarse enemigos a esas alturas. Que pensaran lo que quisieran, lo urgente era eliminar las fechas justas de la distribución, sin apuros. Temían por supuesto las Navidades, pero las Navidades llegaron engalanando las grandes avenidas con locuciones agradecidas por los bisabuelos para celebrar ese viejísimo año nuevo. Parecía imposible llegar a Enero y sin embargo, Enero llegó. En dos semanas se repartieron tres semanas de eventos, por mucho que se esmeraban la cosa tuvo consecuencias para la parte anciana de la población.
Tomaron de los fondos para construir clínicas capaces de albergar gran cantidad de pacientes. Los métodos para intentar traerlos a la actualidad parecían, a primera vista, simples. No lo eran. Los obligaban durante varios días a lecturas regulares de revistas y libros editados antes de la distribución de los antiguos diarios. Los sometían algunas horas seguidas a interrogatorios confortables que versaban sobre eventos actuales que no aparecían en los periódicos. Los sumergían en habitaciones decoradas exclusivamente por objetos contemporáneos en los llamados “baños de actualidad”. Pero la mayoría terminaba escapando de esos centros de rehabilitación; apenas salían, denunciaban un Estado que derrochaba el dinero en clínicas futuristas donde encerraban con impiedad a numerosos enfermos. A mediados de año el Presidente prefirió detener sus apariciones en público para no ver asociada su imagen a la confusión. Llegaba a la hemeroteca bajo completo anonimato, pero la eficacia de sus visitas dejaba un rastro patente de controversia. El día siguiente se abría con la creación de un nuevo grupo con los miembros dispersos de un círculo que, setenta horas después, terminaba disuelto por nuevos atropellos cronológicos. Muchos partidos veían multiplicados sus votantes bajo la hazaña retórica de jóvenes desconocidos que decidían, dos semanas más tarde, retirarles el apoyo por un escepticismo brusco, inexplicable. Era fácil ver algún mitin levitando en una esquina bajo mezcla de afecto con recelo, y en el clima que imperó en los últimos tiempos se vieron coincidir dos pequeños líderes en el mismo partido.
Una tarde soleada de Enero el director de la Biblioteca Nacional llegó al Palacio Presidencial, en el mayor secreto, para anunciar personalmente que sólo quedaban dos centenares de fechas en los sótanos. El gobierno decidió emplear varias estrategias simultáneas para lograr atravesar las tendencias desiguales y las luchas efímeras que quedaban en reserva. Los vaivenes políticos que cubrían esas últimas semanas exigieron una labor de reequilibrios. Se llevaban a cabo colaboraciones que, en momentos de fatiga extrema, se dejaron ganar por el vértigo, pero las fechas impresas en los diarios terminaron un día coincidiendo con los acontecimientos que habían precedido a la ocurrencia de la venta.
Bajo el asombro de la capital entera, esa mañana la ciudad se despertó hablando de triunfos. Liberaciones que ya parecían contar con un pedestal de cabecitas humanas que se desplazaba como una ola de embullo. La marea de agitación que flotaba en los barrios creó una densa marea de actualidad que terminó por saturarlo todo. Las familias asaltaban los estanquillos y un solo ejemplar imantaba un enjambre de ojos alertas. Apenas abrían ese último número de los antiguos diarios, veían por segunda vez en sus vidas aquellas páginas vetustas cubiertas con excitadas victorias. Las viejas imágenes del Presidente rejuvenecido a toda portada estaban rodeadas por las aclamaciones de antaño. Dos segundos después hallaban la noticia entre los grandes retratos de los titulares; allí se anunciaba el comienzo de un nuevo proyecto para inaugurar una época abierta como puertas de par en par al futuro; habían sido los funcionarios de la Biblioteca Nacional, se informaba, a ellos se les había ocurrido la idea.

Ariel León

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