Cuba, ¿Estado ateo?

Como me lo contó El Jaba


La larga fila avanzaba con lentitud. La gente conversaba animadamente con poco sentido luctuoso, pegados al muro de mármol del mausoleo para evitar el frío viento que azotaba la Plaza de la Revolución. Se adentraban en la base del monumento al antiguo apóstol José Martí, degradado por Castro a héroe nacional. El fálico monumento, construido por Batista, era irreverentemente llamado por todos “la raspadura”. Un doliente de la cola, con aspecto de campesino, le susurró al amigo que tenía delante: “Martí, ¿por qué estás así, pensativo y cabizbajo?”. El otro le contestó rápidamente: “Porque esto está del carajo y me echan la culpa a mí”.
Decididamente, los cubanos no eran dados a la seriedad.
Desde la mañana anterior el mecanismo de acarreo de masas del Departamento de Orientación Revolucionaria había tensado sus resortes para movilizar, decía, el sesenta por ciento de la población de la capital. El decretar la suspensión de las actividades laborales y estudiantiles cuando ya los obreros y estudiantes se encontraban en sus respectivos centros, para desde allí conducirlos a la concentración, arrojaba siempre un saldo positivo, que se traducía en una muchedumbre que llenaba los horarios televisivos alrededor del mundo, y que por la fuerza de la imagen se interpretaba como expresión de apoyo a la revolución.
Los miembros de la seguridad, que en esta oportunidad hacían las veces de conductores del rebaño humano, urgían a la fila que pasaba ante el ataúd de Celia Sánchez Manduley. Un ingenioso escolar, aficionado a la aritmética, calcularía al día siguiente que para pasar frente al féretro la cantidad de personas reclamadas por el periódico Granma tenían que haberlo hecho a una velocidad de más de diez metros por segundo, récord mundial de los cien metros planos.
El jefe del Batallón de Ceremonias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias se acercó a Abrantes y le comunicó que todo estaba dispuesto para la última guardia de honor, que debían efectuar los miembros del politburó.
Abrantes se acercó y le susurró algo a Fidel Castro, quien de inmediato se puso de pie y dio al jefe de ceremonias una lista con los nombres de los integrantes de la última guardia. En ella había incluido a Abrantes, a quien no le correspondía por no ser miembro del politburó.
Separados por una doble fila de guardias, los asistentes estaban divididos, dentro del espacioso recinto, en tres grupos claramente diferenciados: los altos dirigentes del régimen mezclados con algunos combatientes de la guerra revolucionaria que no habían tenido la suerte de continuar compartiendo el poder político y que aprovechaban estas escasas oportunidades para reunirse con sus compañeros de antaño. En el segundo grupo se encontraban los familiares y amigos de la difunta, consternados por el deceso de su protectora. En un tercer grupo, personas de todos los colores, pero ataviadas con ropas de un solo color: el blanco.
El jefe de la seguridad de los funerales suspendió el paso de los visitantes y comenzó a desalojar el salón. Cuando terminó la última guardia de honor ya no quedaba casi nadie. Abrantes pidió personalmente a los miembros del politburó que abandonaran el local y luego despidió al jefe de la seguridad. Sólo quedaron los integrantes del tercer grupo, los de blanco, la familia de santo.
Acorde con el ritual africano de Osha, los ahijados y madrinas de Celia Sánchez se disponían a hacerle el rito funeral africano: el Ituto. Tres veces habían consultado a los santos para ver quién de la familia de santo o sangre se quedaba con los ídolos de la muerta. Pero en las tres oportunidades los santos eligieron irse con Celia.
En medio de los rezos rituales abrieron el ataúd y situaron los ídolos. Todos sabían que el Ellegguá, dios de las puertas y los caminos, estaba consagrado a Fidel. Sin embargo, se había negado a quedarse dándole protección.
Al otro día los babalaos de La Habana comentaban el hecho premonitorio de que Ellegguá le había dado la espalda a Fidel, y que de ahí en lo adelante perdería el camino.

Kiko Arocha

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