La República que yo sueño

Queridos compatriotas: Durante cuarenta años han venido escuchando en boca de mis antecesores (del régimen comunista) el mismo discurso con diversas variantes: lo mucho que prospera nuestro país, los millones de toneladas de acero que hemos producido, lo felices que somos todos, lo que confiamos en nuestro gobierno y las hermosas perspectivas que se abren ante nosotros. Supongo que no me han propuesto para este cargo para que yo también les mienta. Nuestro país no progresa. El gran potencial espiritual y creador de nuestros pueblos no se aprovecha de forma razonable. El Estado, que se denomina a sí mismo Estado de obreros, en realidad los humilla y los explota. El país, que en otro tiempo podía enorgullecerse del nivel de educación de su pueblo, invierte en ella tan poco que actualmente figura en el puesto setenta y dos a escala mundial. Hemos dañado la tierra, los ríos y los bosques legados por nuestros antepasados, y hoy día tenemos el peor medio ambiente de toda Europa. Los ancianos mueren en nuestro país antes que en la mayoría de los países europeos. Pero ni siquiera esto es lo más grave. Lo peor es que vivimos en un ambiente moral depravado. Estamos moralmente enfermos, pues nos hemos acostumbrado a decir una cosa cuando pensamos otra diferente. Hemos aprendido a no creer en nada, a no prestar atención a los demás y a ocuparnos solamente de nuestra persona. Nociones como amor, amistad, misericordia, humildad o perdón han perdido su profundidad y su dimensión, y para muchos de nosotros se trata sólo de peculiaridades psicológicas o de recuerdos perdidos de tiempos lejanos, un poco ridículos en la época de los ordenadores y de los cohetes espaciales. Sólo unos cuantos de nosotros fuimos capaces de exclamar en voz alta que los poderosos no debían ser todopoderosos, y que las granjas especiales que cultivaban para ellos alimentos ecológicamente puros y de calidad deberían enviar sus productos a las escuelas, internados infantiles y hospitales, mientras que nuestra agricultura no pueda ofrecerlos a todos. El régimen anterior, armado con su ideología soberbia e intolerante, humilló al hombre reduciéndolo a simple fuerza productiva y convirtió a la naturaleza en mero instrumento de producción. De esa forma, atacó su misma esencia. Cuando hablo de la degradación del ambiente moral no me estoy refiriendo sólo a los hombres que comen verduras ecológicamente puras y no miran por las ventanillas. Me refiero a todos nosotros. Ya que todos nos hemos adaptado al sistema totalitario, lo hemos aceptado como un hecho imposible de cambiar y, así, lo hemos mantenido. En otras palabras: todos ―aunque, naturalmente, en grado diferente― somos responsables del funcionamiento de la máquina totalitaria; no hay nadie que sea sólo su víctima; todos debemos considerarnos sus autores. ¿Por qué me refiero a esto? Sería una imprudencia considerar la triste herencia de los últimos cuarenta años como algo ajeno, algo que hemos heredado de un pariente lejano. Al contrario, debemos aceptarla como algo que perpetramos contra nosotros mismos. Si lo admitimos así, comprenderemos que sólo de nosotros depende lo que hagamos con ella. Sería imposible culpar únicamente a los gobernantes anteriores, no sólo porque esa actitud contradeciría la verdad, sino también porque así se podría debilitar el deber que hoy apela a todos y cada uno de nosotros, es decir, el deber de actuar de manera independiente, libre, prudente, y con rapidez. No nos equivoquemos: el mejor gobierno, el mejor parlamento y el mejor presidente no podrán solos con ello. Y sería absolutamente injusto esperar tan sólo de ellos la mejora general. No olvidemos que la libertad y la democracia significan participación y, por tanto, la responsabilidad de todos. Siendo conscientes de ello, los horrores que la nueva democracia checoslovaca ha heredado dejarán inmediatamente de parecer tan horribles y la esperanza volverá a nuestros corazones. Tenemos en qué apoyarnos para mejorar la situación general. Este último período ―sobre todo las últimas seis semanas de nuestra pacífica revolución― ha demostrado la gran carga común humana, moral y espiritual y la gran cultura civil que dormitaba en nuestra sociedad bajo la impuesta mascarilla de la apatía. Siempre que alguien me aseguraba categóricamente que somos de esta y otra forma, yo le objetaba que la sociedad es una creación sumamente misteriosa y que no se puede confiar exclusivamente en el aspecto que nos presenta. Me alegro de no haberme equivocado. Gentes de todas las partes del mundo se preguntan, asombradas, de dónde han sacado los ciudadanos de Checoslovaquia, dóciles, humillados, asépticos y aparentemente faltos de fe, esa asombrosa fuerza con la que consiguieron quitarse de encima el sistema totalitario de una manera digna y pacífica, y en pocas semanas. También nosotros mismos nos hemos quedado asombrados. Y nos preguntamos: ¿de dónde proviene el anhelo por la verdad, el amor a la libertad, la creatividad política, la valentía ciudadana y la prudencia cívica de los jóvenes que no han conocido otro sistema? ¿Cómo es posible que se hayan sumado a ellos incluso sus padres, es decir, justo la generación que se consideraba perdida? ¿Cómo es posible que un número tan considerable de hombres pudiera comprender inmediatamente qué hacer sin necesidad de consejos ni instrucciones? Creo que el carácter esperanzador de nuestra situación actual tiene su origen en dos causas principales: en primer lugar, el hombre no es nunca un simple producto del mundo exterior, sino que siempre es capaz de elevarse hacia algo superior, por más que el mundo exterior intente aniquilar en él dicha capacidad; en segundo lugar, la circunstancia de que las tradiciones humanísticas y democráticas ―de las que hemos hablado tantas veces en vano― dormitaran en algún lugar de subconsciente de nuestras naciones y minorías nacionales, y se transmitieran discretamente de una generación a otra para que cada uno de nosotros volviera a descubrirlas en el momento oportuno y las hiciera realidad. La confianza en uno mismo no equivale a la vanidad. Todo lo contrario: sólo las naciones o los hombres seguros de sí mismos, en el mejor sentido de la palabra, son capaces de escuchar la voz de los demás, aceptarlos como iguales, perdonar a sus enemigos y expiar sus propias culpas. Intentemos interiorizar cada uno de nosotros esa noción de confianza, en tanto que individuos partícipes de la vida de nuestra comunidad y en tanto que naciones con un determinado comportamiento en la escena internacional. Solamente así seremos capaces de recuperar nuestro propio respeto, proyectarlo entre nosotros y conseguir el respeto de otros pueblos. Nuestro primer presidente escribió: Jesús sí, César no. Sus palabras procedían de Chelcicky y de Comenius, y en estos días hemos recuperado esa idea. Yo me atrevo a afirmar que quizá tengamos la posibilidad de difundirla y de aportar, así, un elemento nuevo a la política europea y mundial. Si nos lo proponemos, nuestro país puede irradiar para siempre el amor, el ansia de comprensión, la fuerza del espíritu y de la idea. Esta puede ser, precisamente, nuestra aportación personal a la política mundial. Nasaryk basó la política en la moral. Intentemos restaurar dicha concepción de la política de una forma nueva en tiempos nuevos. Aprendamos y enseñemos a los demás que la política debería ser una manifestación del deseo de contribuir a la felicidad de la comunidad, y no una fórmula para engañar o ultrajar a la comunidad. Aprendamos y enseñemos a los demás que la política no tiene que ser el arte de lo posible, especialmente cuando se piensa en especulaciones, cálculos, intrigas, acuerdos secretos y maniobras pragmáticas, sino que puede ser, igualmente, un arte de lo imposible, es decir, el arte de mejorar el mundo y de mejorarnos a nosotros mismos. Somos un país pequeño, pero, pese a ello, en tiempos lejanos fuimos la encrucijada espiritual de Europa. ¿Por qué no volver a serlo? ¿No podría ser esta la forma de recompensar a otros la ayuda que de ellos vamos a necesitar? Las mafias locales constituidas por los que no miran por las ventanillas y comen cerdos cebados especialmente para ellos, siguen vivas, y enturbian las aguas de vez en cuando; pero han dejado de ser nuestro principal enemigo. Menos aún lo son las mafias internacionales de todo tipo. Ahora, nuestro mayor enemigo es nuestra propia naturaleza. La indiferencia ante los asuntos públicos, la vanidad, la ambición, el egoísmo, las pretensiones y rivalidades personales. Sobre estas cuestiones deberemos librar nuestro principal combate. Nos esperan las elecciones libres y, por tanto, los enfrentamientos preelectorales. No permitamos que ensucien la, hasta ahora, limpia cara de nuestra dulce revolución. Impidamos que las simpatías del mundo que nos hemos granjeado con tanta celeridad se pierdan con igual rapidez, enredándonos en la maleza de las luchas por el poder. No permitamos que bajo el noble manto del anhelo de servir a la causa pública vuelva a florecer el deseo de servirse exclusivamente a sí mismo. No se trata ahora de especular sobre qué partido o grupo triunfará en las elecciones, sino de procurar que en ellas triunfen ―sin tener en cuenta su filiación― aquellos ciudadanos, políticos o profesionales que moralmente son más aptos. La política y el prestigio futuros de nuestro Estado dependerán de las personas que propongamos y posteriormente elijamos para nuestros órganos representativos. Finalmente, me gustaría decir que deseo ser un presidente que hable menos y que trabaje más. Un presidente que no sólo sepa mirar por las ventanillas, sino también, y esto es lo principal, que esté permanentemente presente entre sus compatriotas y los sepa escuchar. Puede ser que me pregunten con qué República sueño. Les contestaré: con una República independiente, libre, democrática; con una República económicamente próspera y, al mismo tiempo, socialmente justa. En otras palabras, con una República humana que sirva al hombre y por ello pueda esperar que el hombre le sirva también a ella. Con una República de hombres cultos, ya que sin ellos no sería posible resolver ni uno solo de nuestros problemas humanos, económicos, ecológicos, sociales y políticos. Mi antecesor más destacado inició su primer discurso con una cita de Comenius. Permítanme que yo cierre el mío con mi propia perífrasis de la misma: ¡Tu gobierno ha vuelto a ti, pueblo mío! Nota de la Redacción. Palabras de Václav Havel, quien murió el 18 de diciembre pasado (2011), a los 75 años. Fue elegido presidente de Checoslovaquia tras la caída del régimen comunista durante la Revolución de Terciopelo, en septiembre de 1989, y fue el primer presidente de la República Checa. Este discurso es fruto de aquellos días.

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