Balseros / Luis de la Paz


Teníamos que ponernos a trabajar en cuanto llegáramos, sin embargo no había un plan preparado con anticipación, lo cual nos ponía en desventaja frente a los otros medios de noticias en el lugar. Solo sabíamos que tras pasar por la rigurosa burocracia aduanera de la isla, debíamos partir a la playa de Cojímar, y sobre la marcha darle coherencia a la información que transmitiríamos hacia Miami esa misma tarde en vivo. La asignación requería, además, acumular material suficiente para realizar una miniserie o un programa especial sobre el tema de los balseros.

La tarde transcurrió rápidamente. Hicimos el primer envío al satélite a las 6 de la tarde. La cobertura gráfica transmitida fue lo suficientemente abrumadora como para crear un impacto en la audiencia. También resultó bastante decorosa la entrevista que le hice a un hombre de poco hablar, pero de comportamiento muy enérgico, que se preparaba para lanzarse al mar con su familia en una balsa a todas luces incapaz de cruzar el Estrecho de la Florida. A título personal, y fuera de cámara, traté de persuadirlo, no porque no existieran poderosas razones para que se largara de Cuba, sino por el estado paupérrimo del artefacto, así le llaman a las balsas, en el cual arriesgaría su vida. 

Cuando se está cubriendo una noticia en desarrollo, las horas pasan vertiginosamente. Los materiales se acumulan, las entrevistas nunca parecen suficientes y mucho menos las adecuadas. En escasos minutos volvería al aire el noticiero de la noche y junto a mí un grupo de jóvenes aguardaba el momento para manifestar su descontento por el régimen y mostrarnos en cámara los neumáticos forrados con lona y sacos de yute, con los que emprenderían el viaje hacia la “yuma”, como le dicen en la isla a los Estados Unidos. Sin embargo, en medio del reportaje, Arturo, mi camarógrafo, me señaló hacia la orilla, donde comenzaban a desembarcar los balseros que había entrevistado a las 6. Corrí hacia ellos, los niños mostraban una expresión de miedo, la mujer solo sabía decir “eso es espantoso”, mientras el hombre afirmaba que en cuanto arreglara los problemas volvería a intentar el viaje. La balsa se inclinaba mucho a la derecha, no había manera de estabilizarla, decía, mientras forcejeaba con la embarcación para sacarla del agua, que a esa hora de la noche, quizás porque ya había entrado la marea alta, se mostraba bastante inquieta. La noticia en vivo, con el detalle del balsero regresando, le dio a la información un carácter de inmediatez y exclusividad que diría mucho de mi reportaje.

Como Arturo es cubano, lo conmovía la tragedia de sus compatriotas lanzándose al mar en cuanta cosa lograra flotar, y lo manifestaba sustituyendo la cordialidad y el buen humor que le he conocido durante los años que llevamos trabajando juntos por una expresión fría y un rostro contrariado y hasta en ocasiones triste. Desde luego, yo también me sentía impactado por aquel deprimente espectáculo de cientos de personas, que solo sabían, podían y querían hablar de irse de su propio país, arriesgándolo todo y dejándolo todo, por lograr la libertad, un futuro mejor y un poco de dignidad. Manejando desde Cojímar hacia el hotel Riviera, en La Habana, nos cruzamos en la carretera con prácticamente una caravana de vehículos llevando balsas en los techos y hasta nos detuvimos a filmar el momento en que un carro tirado por caballos, remolcaba con dificultad una rudimentaria, pero inmensa embarcación. Le dije a Art que podíamos documentar algunas de esas situaciones con vista a la serie especial.

En el hotel comencé a preparar el reportaje del siguiente día, donde quería incluir, para balancear la información, una entrevista con algún funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba, así como trasladarme hacia otros puntos de donde estaban partiendo en masa los cubanos. Sin embargo, todo cambió de un momento a otro. La familia de Arturo iba a comenzar la construcción de una balsa y me pareció que no había mejor reportaje que ese, pero no sabía cómo planteárselo a mi camarógrafo. Por suerte él mismo tomó la iniciativa, que yo secundé de inmediato.

Partimos hacia su casa. Allí supe que esa era la casa de su infancia y adolescencia, hasta que salió hacia los Estados Unidos. Su hermana permaneció en la isla y la heredó. Durante el viaje me hizo un bosquejo de su vida, dándome detalles muy personales, que nunca antes habíamos abordado. Para mí, su familia estaba toda en Miami, pero no era así. Descubrí que el Arturo que yo conocía no era más que un pálido reflejo del verdadero, incluso me pregunto si al desnudarse ante mí lo hizo del todo, o tan solo dejó entrever aquella parte que se necesitaba para la noticia.

Su hermana era una mujer hermosa, trigueña, algo tímida, que se paró delante de la cámara muy recta, solo encorvando los hombros ligeramente, como evadiendo un golpe, temerosa de ser agredida por el lente. Se daba un aire a Art. Su marido, algo mayor que ella, era el vivo retrato del oportunista, con el que, seguramente, no me sería fácil tratar para el reportaje. 

El barrio donde vivían tuvo que haber sido en su tiempo un lugar acogedor. De todas las casas en el área solo una estaba conservada y era precisamente la de Art, quiero decir, la de la familia de Art. No le faltaba pintura, y el único carro que había en la calle, además del nuestro alquilado, pertenecía también a esa casa. Los vecinos le tienen terror pánico a mi hermana y al marido, piensan que son informantes, me dijo Arturo casi en complicidad en un momento en que nos quedamos solos. Incluso creo que se sentía un poco abochornado por esa realidad, que por evidente se vio forzado a revelarme. A modo de excusa se apresuró a proteger a su hermana. Él ya vivía como un rey desde antes de conocer a mi hermana, dijo en voz baja y salió al portal. 

La belleza de una calle, por cuyas orillas corría una frondosa arboleda, la utilicé para sacar a Art de su apuro. Yo no había requerido en ningún momento intimidades familiares, pero todo indicaba que él necesitaba esclarecerme algunas.
Filmamos los flamboyanes, que por ser casi verano estaban florecidos. La toma de Arturo, un profesional con muy buen gusto, la utilizaría para contrastar la belleza de una ciudad por momentos esplendorosa, y en otros, una ruina hasta en el detalle más insignificante, con el éxodo sin par que estaba aconteciendo. También captamos imágenes de una escuela todavía activa, al menos había muchos jóvenes en el interior, cuyas paredes estaban cubiertas de un moho negruzco, producto de la ausencia total de mantenimiento, y unas maderas  apuntalaban los muros exteriores. El tiempo empleado en la filmación sirvió para concluir la conversación sobre su familia. Luego supe, por su sobrina, que asistía a esa escuela, que su tío también había sido alumno de ese centro.

Quise recurrir a mi asistente como elemento fundamental del trabajo, sería algo impactante la participación del camarógrafo en la historia, pero se negó, empleando incluso, un tono cortante y agresivo, que llegó a enfadarme bastante.

Yo soy un emigrante económico, se apresuró a decir el cuñado de Arturo, ante la cámara. Si esta filmación llega a manos de los compañeros del Ministerio del Interior y del Partido, quiero que sepan que yo apoyo la revolución cien por ciento... 
Aquel discurso, esa sarta de sandeces y cobardía, provocó una discusión que casi termina a golpes entre los dos hombres. No sé por qué la hermana de Arturo me veía como un mediador potencial, pues continuamente requería mi intervención para solucionar aquel problema doméstico. Tal vez el no ser cubano le hacía creer que podía asumir un criterio imparcial, sobre asuntos incluso tan inexplicables para mí, como el uso de una libreta de racionamiento. Luego supe que esa libreta, la cual me mostraron y grabé para el reportaje, era la que daba acceso a la poca comida que venden en los establecimientos. Arturo se excusó conmigo y no sabía qué hacer para halagarme. Estaba apenado. Creo, incluso, que temía que al regresar a Miami, yo desatara un chismorreo en el canal, sobre los pormenores de la vida privada de mi asistente. Desde luego que yo no haría cosa semejante, y me las ingenié para hacérselo saber, sin necesidad de volver al tema de la bronca. Después de todo, parece que el cuñado de Arturo, años atrás no solo aspiró a conquistar a la hermana, sino también la casa donde vivía la muchacha, y para lograrlo hizo alteraciones comprometedoras en documentos oficiales que llevaron a Arturo a la cárcel por varios años. Estas interioridades me las hizo saber la propia mujer, aunque siempre sembrando ciertas dudas. La actitud de mi compañero de trabajo denotaba un espíritu superior, capaz de echar a un lado traiciones oportunistas y mezquinas en beneficio de la reunión familiar. 

De lo único que disponían para comenzar la construcción, era de tres cámaras de tractor, lo suficientemente grandes como para hacer una balsa, pero no existían otros medios necesarios, como tela, lona, hilo, maderas, clavos, remos, sobre todo una brújula para poderse orientar. Poco a poco el cuñado de Arturo fue dejando la cobardía a un lado, probablemente ayudado por una botella de ron, a la que llamaba chispa e’tren, y se entregó de lleno y con ingenio, a la construcción de la embarcación, aunque continuamente tomaba precauciones exageradas, como poner la radio muy alta a la hora de martillar, y vigilar a través de la ventana a los vecinos. Cualquiera te denuncia aquí, me dijo sonriente.

Art y yo, tuvimos que alternar la filmación de la balsa, con la salida de otros balseros ya listos y lanzándose al mar. En el hotel, mientras me duchaba y cambiaba de ropas para ir al MINREX—había logrado una entrevista con un funcionario de menor rango, pero era algo—, Arturo compró en la tienda del hotel, un llavero del cual pendía como adorno una brújula. Ya les tengo la brújula, me dijo cuando salimos a realizar la entrevista. Se notaba contento, su rostro parecía haber recibido una dosis de energía, al poder resolverle algo fundamental a su familia.

Salimos al aire en una cobertura de equipo. Miami, Washington y La Habana. La entrevista con el funcionario de relaciones exteriores no la transmití, solo me hice eco de ella, donde el funcionario afirmaba que era una falacia decir que los cubanos se estaban tirando al mar por millares. Una toma panorámica del malecón habanero, mostraba catorce embarcaciones rudimentarias adentrándose en las profundidades del mar. Además, el servicio de guardacostas norteamericano reportaba el rescate de casi dos mil personas ese día.

La hermana de Arturo saltó de alegría al ver la brújula, que era prácticamente de juguete, así como botellas plásticas de agua y algo de comida, que servirían para la travesía y para subsistir los días previos. Con orgullo mostró una bomba de aire para bicicleta, que habían comprado con unos dólares que obtuvieron vendiendo un colchón y una puerta de la casa. Filmamos cuando vinieron a recoger la puerta. Pregunté por el interés que una puerta podía tener para sus compradores y me dijeron que la utilizarían para hacer una balsa. Quise entrevistar al comprador, pero se negó rotundamente. 

El reportaje se estaba logrando a la perfección. Los preparativos de la familia de Art marchaban aceleradamente, aunque los problemas se precipitaban uno sobre otro. Desatornillaron y desencolaron el sofá para convertir los largueros en remos. En este sillón se quedó muertecita mi abuela, que en paz descanse, dijo la hermana de Art con cierto aire melancólico, pero sin remordimientos, mientras su marido lo despedazaba para utilizar la madera en la balsa. El mueble, verdaderamente una reliquia, de madera sólida, había sido de los abuelos maternos de Arturo. Con parsimonia lograron hacer unos remos fuertes y de calidad, aunque el mango no era redondo, sino plano. Las camas, que llevaban en esa casa al menos cuarenta años, fueron desbaratadas para reforzar la balsa, y la tela de los colchones, donde el propio Arturo dormía de niño, la emplearon en forrar los neumáticos. Por su parte los alambres de los bastidores también encontraron su utilidad en la confección del artefacto destinado a acomodar a una familia entera, y resistir los embates del mar.

Las imágenes las tomaba yo. Mi camarógrafo se había entregado de lleno a la construcción de la balsa con su familia, incluso señalándome tomas específicas en las que él aparecía. Aquello lo asumí como su aceptación, para ser usado en la producción. Se mostraba inquieto, febril, demostrando unas habilidades que yo no le conocía. Partí a cubrir una conferencia de prensa donde no permitían tomar videos, dejando a Art trabajando con su familia, tratando de desmontar una viga de la casa, y desclavando el techo para utilizar los clavos en la balsa y el papel de techo como fondo impermeable.

Por Cojímar seguía saliendo el mayor número de balseros, pero deseaba agregar a los reportajes otros sitios también importantes como Santa Fe y Jaimanitas. Además, me habían hablado de Guanabo. Allí llegué conducido por un muchacho de unos 25 años que por unos pocos dólares me sirvió de guía. Él no se iba a lanzar al mar, me dijo, no porque no tuviera también deseos de largarse de Cuba, sino por miedo. Tengo miedo a morir, y no me da pena decirlo, afirmó no sin cierta amargura. La misma frase me la ratificó, ya más animado, cuando le pedí que la repitiera frente a la cámara, para incluirlo en el reporte de esa noche.

Me llevó por oscuras calles, por verdaderas fábricas de balsas, donde cientos de personas discutían precios y exigían un trabajo de calidad, que pudiera resistir la dura travesía. Documenté el recorrido que cinco balseros realizaban hasta la orilla del mar, seguidos de una multitud que los acompañaba a la costa, dándoles ánimo y demostrando solidaridad.
La embarcación de la familia de Arturo tomaba forma por minutos. Habían arrancado la plancha de plywood de un escaparate, para utilizarla como fondo. El motor de un antiguo refrigerador muy deteriorado, pero todavía en uso, lo utilizaron como elemento de la propela, ciertas placas de metal como quilla,  y una soga que fungía como tendedera, la emplearon para fijar los neumáticos entre sí. De un librero de caoba, recuerdo de un abuelo ya fallecido, solo quedaba una montaña de madera, lo mismo ocurría con la mesa del comedor.

Con paciencia, la hermana de mi compañero preparaba pequeños paquetes con fotos, inscripciones de nacimiento y otros documentos importantes, para llevarlos en la travesía. Los envolvía bien en plástico, y con una plancha caliente sellaba los bordes. Me mostró algunas fotos en blanco y negro de Arturo niño, así como del resto de la familia. En una aparecía Art recién llegado a Miami, muy delgado y con los pómulos marcados. Me mostró un papel amarillento, que extrajo de una cartera de piel de cocodrilo, fechado en abril de 1959, donde su madre solicitaba la instalación de una línea de teléfono. Han pasado los años y todavía esperamos por el teléfono, dijo moviendo el papel en el aire y sonriendo. Luego, con la misma parsimonia, rellenó varios pomos de medicinas, para mi sorpresa todos con etiquetas vencidas, que extrajo con cuidado de una caja, como si se tratara de una reliquia familiar, con monedas antiguas, sellos de correo y algunos dólares.

Cubrimos el momento en que las autoridades cubanas sacaban del agua los cadáveres de tres personas, una de ellas, un hombre que había sido mordido por tiburones. Al poco rato una lancha guardacostas desembarcó una balsa despedazada. Un guardia me dijo que eran cerca de 20 los náufragos. Días después se supo que dos fueron rescatados por otra embarcación y contaron cómo se les volcó la balsa. Los muertos llegaron a 14. El rostro de Arturo se enrojeció cuando fuimos al pueblo de Regla a entrevistar a los familiares de los náufragos. Solo lo había visto antes en ese estado,  cuando cubrimos el terremoto de México unos años atrás, que también a mí me afectó muchísimo.

Editamos las entrevistas para el reportaje de esa tarde en el noticiero y para la asignación especial y filmamos un trasiego notable, sin que nadie tomara precauciones, de neumáticos y maderas por toda La Habana. Logramos que un adolescente nos dijera en cámara, que aguardaba en el muro del malecón la oportunidad de unirse a algún grupo que partiera por ese lado. Hoy sería el día ideal, mira que cielo más azul; no hay ni olas, dijo señalando el mar. Cuando le pregunté si no tenía miedo a morir, me enseñó unos collares de santería, y afirmó que Yemayá lo protegía.

De regreso a la casa, en medio de una oscuridad total, encontré a Arturo trabajando en una pared, ayudado por su cuñado que trataba de alumbrarlo con una vela, pero no supe qué hacían. El lugar no se parecía al que yo había visitado escasamente dos días antes. Todo estaba en ruinas, montones de maderas y de escombros regados por todas partes. En el techo había un enorme boquete, por donde sacarían la balsa esa noche. No podemos usar la puerta de la calle, me dijo la sobrina de Art señalando las dimensiones de la embarcación. El artefacto lo sacaron por el techo entre todos, en medio de un apagón eléctrico generalizado, y que luego supe duraba 10 horas diarias. Caminando por peligrosas y oscuras azoteas llegaron hasta un camión donde depositaron y taparon la balsa. El que conducía el camión era el mismo hombre que había comprado la puerta. El precio de transportar la balsa incluía mil pesos cubanos, un antiquísimo televisor y dos sillones de hierro.

Filmamos todo el recorrido hasta el puerto del Mariel. De allí partirían esa misma madrugada. Al llegar, una multitud comenzó a hacer proposiciones para comprar la balsa o para que los llevaran en el viaje a cambio de promesas de pago en el futuro. Con cuidados extremos colocaron la embarcación en el agua. Inmediatamente un bamboleo intenso comenzó a agitar la balsa, que no sé por qué, me parecía majestuosa y resistente. Varios desconocidos se lanzaron al mar y la sujetaron con fuerza. La hermana de Art y su hija subieron con nerviosismo, luego de tomarse varias pastillas para el mareo y los vómitos. El cuñado hizo lo mismo, pero primero mostró frente a la cámara un carné rojo. Este era antes mi orgullo, se refería a su carné de militante del Partido Comunista de Cuba, pero ahora, agregó con tono burlón, es mi deshonra. Por su parte mi camarógrafo se acercó a mí, y dándome un inesperado abrazo me dijo que se iría con ellos.

Arturo no necesitaba hacer eso. Tenía un boleto de avión para regresar a Miami al siguiente día. Además, era ciudadano norteamericano. Lo que estaba haciendo era una locura. Discutimos un buen rato, traté de disuadirlo, le dije que éramos un equipo de trabajo, pero nada resultó. Mi compañero estaba dispuesto a partir con su gente. Después de todo no me caben dudas de que poderosas razones lo impulsaban a compartir la misma suerte que su familia.

La balsa fue alcanzando estabilidad y ritmo a medida que se adentraba en el mar. Utilicé lentes de largo alcance para seguir la trayectoria el mayor tiempo posible. Levantaron una rudimentaria vela y la embarcación desapareció en el horizonte unos instantes después.

No hay comentarios: