Del periodismo y los periódicos / Carlos Alberto Montaner

¿De qué sirve un periódico? La interrogante puede dar lugar a las más variadas respuestas. Desde ponderadas justificaciones filosóficas hasta obvias trivialidades, pasando, claro, por razones de higiene tan modestas como urgentes. Lo interesante de esta multiplicidad de respuestas es que todas ellas son ciertas. Un periódico es —o “sirve para”, da lo mismo— lo que quiera su lector. A primera vista la observación puede resultar una perogrullada. Veamos cómo no lo es.

Los periódicos son algo así como actas diarias del acontecer. En ellos se anotan y comentan los hechos más sobresalientes y se analizan algunas generalidades en los artículos de fondo. Cada diario, de acuerdo con la particular visión que sustenta, arrimará la brasa a su sardina. Si es de izquierdas, dirá que el diplomático secuestrado fue “ajusticiado”, si es de centro, afirmará que lo “ejecutaron”, si de derechas, clamará contra el “asesinato”. También los muertos son del color del cristal con que se miren.

¿En qué quedamos? —se preguntará el lector—. ¿Son los periódicos lo que quiera el que los obtiene, o son lo que le da la gana a la camarilla que los confecciona? Sin duda alguna, lo primero. Lo segundo es la coartada de los tiranos para silenciar la oposición.

La prensa es más un reflejo de sectores de la opinión pública que su fabricante. Es una consecuencia y no una causa. Esto lo escribo no sin cierto rencor, pues como “articulista de fondo” —un señor absurdo que dice vaguedades— preferiría que mis trabajos hicieran adeptos, transformaran a los lectores y depositaran ideas, como gusanillos laboriosos, en sus conciencias. Pero estoy melancólicamente seguro de no haber convencido nunca a nadie, de nada. A los diarios se va a buscar coincidencia. El lector —vanidoso implacable— encontrará “excelente” el artículo que coincida con su criterio y “pésimo” —o “malévolo” o hasta “canallesco”— el que discrepe. De ahí que se suscriba al órgano que más fielmente interprete su modo de pensar.

O sea, el argumento —tan caro a las dictaduras —de que el pequeño—grupito—no—representa—la—opinión—pública—, primera providencia para enviar al censor o al esbirro, es una malvada distorsión de la realidad. Si el “pequeño grupito” no representara realmente a un sector sustancial de la opinión pública, el órgano hubiera desaparecido por consunción. No habría lectores, ni anunciantes, ni recursos. Y si la prensa —de derecha, de izquierda o de centro— cuenta con miles de lectores, es porque miles de lectores ven su pensamiento reflejado.

En una sociedad multitudinaria y compleja —no podía ser de otro modo— se delega el derecho a expresar libremente las ideas, como se delega en los legisladores la facultad de hacer las leyes. No todos los izquierdistas opinan en los periódicos de ese signo, pero puede tomarse el pulso a la tendencia leyendo a sus voceros. No sería legítimo prohibir la aparición de periódicos izquierdistas con el pretexto de que una docena de hombres se abrogan la representación de las masas. Solo que el mismo argumento también es válido con relación al centro o a la derecha.

La prensa es realmente el Cuarto Poder, pero a diferencia del ejecutivo, el legislativo o el judicial —poderes que se compulsan cada cierto número de años— su legalidad emana de un laborioso plebiscito diario, y su representatividad del número de coincidencias que suscite. Ese Cuarto Poder —”Poder Fiscal” debió llamarle Montesquieu si hubiera previsto su labor— es el más ancho y hondo recipiente de esa abstracción que genéricamente llaman “libertad”.

De ese Cuarto Poder —de la prensa— depende que un sector de la ciudadanía pueda postular su libérrima interpretación de la realidad cotidiana. Esa, no hay dudas, es la más trascendente y humana de las libertades. La que más nos aleja de las bestias.

El lenguaje de la prensa americana


Hace unos años, en una crónica a propósito de nuestra anemia creativa —en Latinoamérica, claro— escribí que en “doscientos años nuestros pensadores no habían parido una idea original”. En un periódico nicaragüense apareció que los pensadores “no habían tenido...”; en otro de México “que no habían dado a luz”, en uno famoso, colombiano, que “no habían alumbrado”. El caso es que lo de parido les sonaba mal, y lo sustituían por una perífrasis más o menos horrorosa. Porque eso de “dar a luz” es una de las cursilerías más grandes del idioma. Y el idioma del periodismo, lamentablemente, está lleno de bobadas, de alambicamientos, de palabras con pantuflas para no asustar a las viejitas decorosas.

Todo eso es deprimente. El mensaje pierde vigor, el texto se aflauta, suena como un pito ñoño, y acaba por confundir al lector que a derechas no sabe dónde termina la elegancia y comienza la tontería. Eso debe terminarse. Entre las revoluciones pendientes en América, hay una inaplazable que debe realizarse en las redacciones de periódicos y revistas. No es posible que la cinematografía ande por “El último tango” y el periodismo por Rubén Darío. Nunca se le retorció el cuello al cisne, como solicitaba González Martínez. Hay que acogotar al pajarraco de una dichosa vez. Perseguirlo, matarlo a escobazos y luego destriparlo. El español se acicaló demasiado con el Neoclasicismo, se enredó con el Romanticismo y se graduó de idiota con el Modernismo. Confesémoslo: Rodó era muy cursi. Rubén y sus cisnes, genialmente detestables. En esto del idioma conviene ser radical. Ser radical es ser fiel a las raíces, y las raíces de la lengua están en la prosa picaresca de Quevedo y en las coplas descaradas de Mingo Revulgo. En el idioma de pan, pan y vino vino con que Cela escribió sus novelas. No creo que el periodismo debe ser un oficio de carretoneros, pero tampoco de madres ursulinas.

En inglés, hace tiempo que le retorcieron el cuello al cisne victoriano. La revista Time, el New York Times o hasta el solemne Christian Science Monitor no rehúyen la palabrota cuando ésta viene al caso. Ni la sustituyen por puntos suspensivos, práctica arrogante que consiste en suponer que todos los lectores son malhablados y pueden dibujar en sus sucias cabecitas las letras escandalosas que el casto periódico no se atreve a imprimir. El lector de habla inglesa —de un tiempo a esta parte— nunca es abandonado en presencia de un “taco". La prensa es su cómplice hasta el final. Así no hay sonrojo. Como no lo hay viendo el espectáculo “Hair” o comiendo en un restaurant “top-less”. Esto es mucho más honesto.

Claro que todo tiene su explicación. Estados Unidos es una sociedad abierta en la que el pueblo participa de la elaboración de la cultura a través de sus anchísimos niveles medios. La cultura se aplebeya y el periodismo es parte principalísima de esa cultura. Nuestra lengua literaria, una de cuyas vertientes es el periodismo, refleja, en cambio, los valores de una burguesía infinitamente más escasa. Solo que sería terrible esperar a que cambie la estructura social para que se modifiquen los hábitos lingüísticos. No hay tiempo que perder: a encasquetarse el gorro frigio, prenderse la escarapela, y salir, guillotina en mano, a alborotar la prosa periodística. No hay derecho a las perífrasis pudibundas. Si nuestros pensadores no han parido una idea que valga la pena, ¡por Dios!, no escribamos que no han dado a luz. Incidentalmente: si no la han parido será porque nuestras universidades —nuestras indigentes universidades— no han sabido preñarlos.

Nota: Espero que el señor editor no escriba “estimularlos”.
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Nota de la redacción: Una primera versión de este artículo apareció en el libro De la literatura considerada como una forma de urticaria, publicado en España en 1980.

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