Esto de que se nos considere triunfadores a algunos de los que vinimos a través del éxodo del Mariel, o que, como yo, llegamos en la misma época por otras vías, pero pertenecemos a la misma generación, tiene varias lecturas. Y es que los logros alcanzados en un país extraño, insertados en una cultura de otro idioma, levantan inmediatamente la pregunta: ¿Qué no habría logrado esa persona si no hubiera tenido que abandonar su país?
En mi caso —que llegué a Estados Unidos el 12 de diciembre de 1979, después de cumplir parte de mi condena en la prisión del Combinado del Este, en las afueras de La Habana, por haber escrito la novela La vida secreta de Truca Pérez—, el haber logrado ser profesor del Miami Dade College en tres temáticas, Redacción y Creación Literaria, Apreciación e Historia de la Ópera y Diseño y Mantenimiento de Jardines Tropicales, me alegra muchísimo, y estoy seguro de que he tocado la vida de muchos alumnos. Pero nada me compensa por no haber logrado ser profesor de Literatura Hispanoamericana y Cubana, que era la Licenciatura que estudiaba en la Universidad de La Habana cuando me mandaron a la cárcel.
De igual manera, me alegra muchísimo haber sido durante casi 19 años crítico literario y de música del diario El Nuevo Herald, y haber mantenido por unos 15 años la columna “El Jardín de Daniel”. No son logros pequeños, aunque lo publicado en los periódicos suele ser olvidado en su inmensa mayoría. Sin embargo, sin duda, en una Habana libre, al igual que en su momento Rodríguez Feo y Lezama Lima (ambos del signo de sagitario, como yo), hubiera creado una revista literaria que sirviera de impulso a las nuevas generaciones y a la mía, la reconocida como “del Mariel”.
Aunque ha esperado casi 20 años para ser estrenada, mi obra teatral Fuerte como la muerte fue puesta en una lectura del Instituto Cultural Rene Ariza, bajo mi propia dirección, en el local de Teatro en Miami Estudio, y eso es algo que me enorgullece. Pero también pienso que muchas obras más pude haber escrito en una Habana en la que no se persiguiera la inteligencia ni la verdad, como la que nos tocó vivir a los de mi generación.
Recientemente he publicado Novelas sencillas, reproducción facsimilar de novelitas que di a conocer bajo seudónimos en las páginas de El Nuevo Herald, hacia 1992. También el año pasado publiqué Sakuntala la Mala contra la Tétrica Mofeta, que bajo la estructura de un careo mágico con Reinaldo Arenas, y con el recurso del desdoblamiento de mi alma en varios personajes, expone muchos aspectos de las virtudes y defectos de mi generación. Sin embargo, al detenerme la Seguridad del Estado en los muelles de La Habana, donde había estado trabajando como bracero-estibador durante casi 10 años, ya yo tenía varias obras de teatro, numerosos cuentos, un libro de poemas y un par de novelas escritas. Sin contar una película “subterránea” dirigida por Tomás Piard —actualmente un reconocido cineasta del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficas, ICAIC—. De toda esa obra, mi novela La vida secreta de Truca Pérez, en la que se inspiraba la película mencionada (El golpe), alcanzó cierta popularidad clandestina, y por eso fui finalmente detenido. Creo que es el único caso en Cuba, o en cualquier parte, de un estibador de los muelles que es enviado a la cárcel por haber escrito una novela. ¿Cuántas más no pude haber escrito allá, en una Cuba distinta?
Aclaro que aunque la novela planteaba fundamentalmente el problema de la persecución a los homosexuales, solo había un párrafo bien honesto en el que el personaje, al reflexionar sobre la historia de Cuba, incluía a Castro entre la lista de tiranos “del enclave caribeño de la estupidez, la testicularidad y el pecado”. Me pedían ocho años de privación de libertad, y me sentenciaron a cuatro. Pero afortunadamente, como año y medio después de comenzado mi encierro, me indultaron con un grupo de presos políticos.
Esta circunstancia siempre me ha hecho pensar que la “limpieza” en la que caí con miles de cubanos en toda la isla —detenidos presuntamente para evitar conflictos durante el Festival Internacional de la Juventud y los Estudiantes que se celebraría en La Habana en 1978— era parte de un plan por medio del que, junto a los sucesos de la Embajada del Perú y el éxodo del Mariel, en 1980, se quería sacar de Cuba a las personas más problemáticas, que podrían tarde o temprano provocar algún tipo de protesta pública que desembocaría en un indeseable suceso, como el de la Plaza de Tiananmen, en China.
Quizá el lector piense que lo que planteo no es más que otra de las tantas “teorías de la conspiración”. Pero los hechos dan que pensar, porque lo cierto es que entre presos políticos, balseros, y el éxodo del Mariel, más de 125,000 cubanos abandonaron la isla en 1980, eliminando del horizonte cubano a muchas personas que pudieran haber sido un dolor de cabeza para la tiranía. Por otra parte, la avalancha cubana fue aceptada por Estados Unidos inmediatamente, lo que hace sospechar un previo acuerdo.
¿Cuánto hubieran logrado esos cubanos si se hubieran quedado en Cuba? Y ya no me refiero a ganancias materiales, triunfos profesionales ni creaciones artísticas. Me refiero también a la labor liberadora, contestataria que pudieron realizar muchos de los miles que huyeron porque sencillamente ya veían que no tenían futuro en un mundo de prebendas, picardías, prostitución y subterfugios.
Al llegar a este país, muchos nos enfrentamos no solo al idioma inglés, que la mayoría apenas conocía, sino a un sistema social y económico completamente distinto donde es elemental ser emprendedor y “competitivo”, la antítesis del “aborregamiento” que se exaltaba y al que se nos sometía implacablemente en la isla. Algunos, hay que decirlo, no pudieron con esta nueva circunstancia y fueron derrotados por la miseria, la soledad, la droga, la nostalgia y tantos monstruos que acechan tras el cuerno de la abundancia del exilio. La mayoría, afortunadamente, se integró, avanzó y prosperó.
Aunque el progreso no fue fácil. Yo comencé a trabajar en el departamento de fotografía de las revistas del Bloque de Armas (Vanidades, Buenhogar, etc.), donde primero hice blueprints, y luego limpiaba diapositivas para el entonces complejo sistema de scanning, en el turno de madrugada. Luego pasé a trabajar como redactor de Almanaque Mundial y otras revistas del mencionado consorcio editorial.
El nuevo mundo imponía también aprender a relacionarse, a tomar precauciones financieras: pagar mil cuentas mensuales, crear cuentas bancarias, hacerse de seguros, crear cuentas de retiro, etc. También había que aprender a manejar un automóvil y, sobre todo, el inglés y los miles de matices de la cultura estadounidense. Aunque los que conocimos la Cuba anterior a Castro sabíamos algo de eso, solo lo habíamos experimentado indirectamente, como niños.
Fue muy lento y doloroso el aprendizaje, el crecimiento interior y, como en algunos casos, el progreso material. A pesar de todas las vicisitudes, de los obstáculos externos y de los sufrimientos internos, los seleccionados tal vez por Dios —o por los astros si prefiere— hemos obtenido un poquito más que el promedio de “los marielitos”, con logros artísticos y profesionales, y hasta con substanciales logros monetarios. Sin embargo, siempre cabe preguntarse, como dije al principio, cuánto más no hubiéramos logrado en circunstancias justas, lógicas, humanas. ¿Cuánto más no hubiéramos hecho por nosotros, por Cuba?
La persistencia de la tiranía durante más de medio siglo es un triunfo sin duda para la cúpula del poder, mientras que los triunfos culturales y económicos de la generación del Mariel constituyen una prueba evidente de cómo una valiosa cantera humana fue expulsada de su tierra por “la estupidez, la testicularidad y el pecado”. Para Cuba, tanto la victoria de la tiranía como la de los marielitos que hemos triunfado de este lado, resultan pírricas. Es tanto lo que hemos perdido todos por el camino, que ni ellos ni nosotros podemos enorgullecernos de lo logrado ante la enormidad de lo frustrado, lo destruido, ante la monstruosidad que significan estos más de 50 años de horror para todos los cubanos, estos 30 años de ausencia para los de la generación del Mariel.
Daniel Fernández
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