Un final de película

Mi nombre es Eduardo González, pero un nombre no significa nada. Los hechos le dan valor a las cosas, a los nombres. Si digo que fui parte de esa estampida de miles de cubanos que salieron hacia Estados Unidos por el puerto del Mariel en 1980, ya saben de qué hablo.

Mi padre siempre me enseñó a ser independiente. Él tuvo un negocio que le intervinieron al triunfar la revolución, y al poco tiempo quedó inválido por un accidente. Así que desde muy joven me di cuenta que tenía que ayudar a mi familia. Aún se permitían los pequeños negocios; entonces, a los dieciséis años, en 1962, le compré un puesto de ostiones a un marinero. En ese tiempo cualquier venta de alimentos prosperaba, por la escasez que existía o, en otras palabras, a causa del hambre. En pocos meses tenía a dos amigos que trabajaban conmigo de empleados.

Perdí mi puesto cuando me enviaron al Servicio Militar Obligatorio en el año 1963. Allí comenzó mi gran odisea: me detuvieron por sedición y estuve preso hasta 1971. Al salir, no sabía qué hacer con mi vida. Ya en 1968, mientras estaba preso, habían nacionalizado todos los pequeños negocios, en una operación que el gobierno llamó “ofensiva revolucionaria”. Desde entonces se me hizo muy difícil la vida en Cuba, me casé muy joven y los empleos del Estado no garantizaban la subsistencia. La venta ilegal de alimentos era el único recurso para sobrevivir, pero entonces la persecución contra el mercado clandestino, apodado “bolsa negra”, era muy fuerte. Constantemente me detenían por delaciones del Comité de Defensa de la Revolución (CDR), y permanecía preso durante horas, a veces días.

En mayo de 1980 escuché la noticia de que dejarían salir a todo el que se quisiera ir del país. Cuando llegué a la unidad de policía de mi cuadra, vi una larga fila de personas, de casi cuatrocientos metros, que solicitaban su salida. Me di cuenta que aquellos con antecedentes penales tenían preferencia, y ese era mi caso. Me dijeron que esperara en mi casa y a los pocos días me recogieron y partí directamente al puerto del Mariel. Mi esposa, como hacían regularmente, fue enviada en otro barco y otro día.

Cuando llegué a Cayo Hueso, me sentí libre por primera vez. Había quedado atrás la noche oscura del totalitarismo. Pero no tenía familia en los Estados Unidos. Entonces me enviaron, junto a otros, a Fort Chaffee. Una organización católica hizo gestiones para sacar a varios exilados, y yo estuve entre ellos. Me pude reunir con mi esposa varios días después. Sabía que el comienzo sería difícil, pero algo que puede parecer tan simple, como trabajar por mi cuenta, me estimulaba. Estaba acostumbrado a trabajar duro en Cuba y sin recompensa alguna, con la posibilidad de ir preso pesando siempre sobre mis hombros.

Comencé a trabajar en la construcción para ahorrar algún dinero. Más tarde decidí iniciar un negocio propio. Había aprendido el oficio de relojero y junto a un amigo y mi esposa decidimos poner una joyería donde, además, se vendieran y repararan relojes. El negocio duró un tiempo y no nos fue mal, pero comencé a explorar un oficio aprendido con un tío de mi mujer: la plomería. Comprendí que, estando en auge las construcciones de casas en Miami, tendría más posibilidades de prosperar. La demanda era considerable. Con los años y la experiencia adquirida, pude asegurar y ampliar mi propia clientela. Hice contratos con alguien que iniciaba una compañía de venta y compra de casas; yo me encargaba de la instalación de todas las tuberías. Su negocio fue creciendo y a la par el mío, al punto que necesité emplear a varios plomeros y convertirme en un contratista con el transcurso del tiempo. A 30 años de los hechos del Mariel, miro mi vida y la veo como una de esas películas con final feliz de las que el régimen castrista suele burlarse en sus medios oficiales por considerar que no guardan ningún punto de contacto con la realidad.

Tener mi propia compañía, hacerla prosperar con esfuerzo y tesón y vivir en libertad junto a mi familia, constituyen mi mayor triunfo. El sueño fue alcanzado. Nunca he regresado a Cuba, aunque traje a mi madre dos veces de visita a Estados Unidos, antes de que muriera. Sin embargo, el regreso ha sido un sueño anhelado durante largo tiempo. Poner una ferretería en la misma calle que recorría cuando niño, un negocio propio en mi país y prosperar con él, completaría mi realización personal.

Eduardo González

No hay comentarios: