Algunos analistas aseguran, para justificar sus aseveraciones de que el escenario árabe no tiene posibilidad de reproducirse en Cuba, que en la Isla se ha conformado durante los últimos 52 años una sociedad primaria y abúlica, que ni entiende ni quiere ni necesita la Libertad.
Con tantos años de totalitarismo sobre el lomo, dicen, y sus capas más emprendedoras escapando al exilio o aisladas por la censura, la sociedad cubana se ha convertido en una tumba de la que a cualquier revivido le sería imposible brotar. Nadie escucharía sus gritos de angustia y socorro.
Opinión respetable, pero que cojea de una pata. Porque no creo que en Egipto y Túnez, o más recientemente en Libia y Siria, los manifestantes se echaran a las calles pidiendo libertad o derechos humanos en abstracto. O al menos no eran esas las únicas reivindicaciones que tenían en mente. Querían echar del poder a gobernantes que percibían arrogantes, corruptos, torpes a la hora de distribuir la riqueza nacional y generar empleo. Se asumían injustamente relegados (y este concepto, el de justicia, es clave para entender lo ocurrido). La crisis mundial agudizó esta percepción, acentuando el descalabro económico entre los más desfavorecidos.
Hay que recordar que en Túnez, cuna de todas las manifestaciones que por estos días sacuden el mundo árabe, la ira popular tomó cuerpo tras la inmolación del joven Muhammad Bouazizi, quien se prendió fuego luego de que las autoridades desarbolaran su pequeño puesto de frutas, para el que no tenía licencia. Una injusticia mayúscula, y ciertamente del tipo de las que son frecuentes en Cuba, con las variaciones que son del caso. Ese ha sido el denominador común en las revueltas del Medio Oriente y el norte de África: la pobreza y sobre todo la falta de oportunidades, la injusticia.
Algo similar pasó durante el Maleconazo de 1994 en La Habana, la más connotada y masiva revuelta contra el castrismo en 52 años de dictadura. Los miles de manifestantes espontáneos que estremecieron las calles en esa ocasión, descendiendo hacia el litoral, lo hicieron en principio con la esperanza de escapar de su infierno cotidiano vía marítima, aupados por la angustiosa situación económica que padecían en la Isla ―sumida en lo más profundo del Período Especial―, por la falta de oportunidades y la injusticia que representaba saberse ciudadanos de segunda respecto a los extranjeros, y los miembros de la cúpula gobernante, en su propio país.
En el contexto cubano, puede que quienes esperan una sublevación inspirada en ideales libertarios terminen criando pelos, como no pueden hacer las ranas; pero también que quienes suponen que el pueblo de Cuba aguantará eternamente en silencio la miseria y la injusticia, se lleven una sorpresa. Aun en el peor de los casos, de cara a la hipótesis de que la sociedad cubana agoniza en el pozo sin fondo de la inercia más enraizada, cabe contar con dos factores coincidentes: La intensa crisis económica que vive la Isla y la absoluta falta de imaginación de la nomenclatura, que entra en su etapa geriátrica ignominiosamente, sin referentes simbólicos a los que echar mano ni esperanza que infundir entre las generaciones más jóvenes. Un coctel que en cualquier momento puede hacer erupción.
Como en el mundo árabe.
Armando Añel
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