Miami es, hoy por hoy, casi el único lugar del planeta donde ser cubano no es un estigma todavía. Por supuesto que en ello, como en todo, hay sus gradaciones, y no hay peor lugar para ser cubano que la propia Cuba.
Miami es cubano. No se tiene ni idea de cuán verdadero puede llegar a ser ese exagerado lugar común hasta que se le visita, aunque en honor a la precisión hay que añadir que Miami es cada vez más un conglomerado cosmopolita donde conviven, sin mezclarse, múltiples nacionalidades, mayormente centro y suramericanas. Hay que decir también que el cacareado Melting Pot de la sociedad norteamericana muestra su más rotundo fracaso en Miami. Culpables de esto son los obcecados cubanos que después de más de medio siglo de exilio se niegan a integrarse plenamente (excepto para lo que les conviene) a la cultura anglo. Lo que ha permitido a otros grupos conservar su cultura y sus costumbres y no tener que hablar inglés para trabajar, e inclusive para prosperar, en Estados Unidos.
Desde mediados de los años ochenta los alcaldes de Hialeah, West Miami y numerosos municipios menores eran cubanos, además de que en la legislatura estatal de la Florida había ya desde esa época diez cubanoamericanos instalados. Al presente, la mayoría de los alcaldes de las más importantes de las numerosas ciudades del condado Miami-Dade son de origen cubano; mientras que tres cubanoamericanos de Miami, Ileana Ros-Lehtinen, David Rivera y Mario Díaz-Balart, son miembros del Congreso de Estados Unidos. Por no hablar de que un gran por ciento de concejales, policías, bomberos y funcionarios en general de las municipales de Miami-Dade provienen de la isla. Con el apoyo de la fuerza política originada en Miami, en Washington hay dos senadores cubanoamericanos: Marco Rubio y Bob Menéndez. Además del legislador federal Albio Sires, de New Jersey.
En Miami se encuentra la cuarta universidad más grande del país, la Florida International University, FIU, cuyo rector ha sido el cubano Modesto Maidique. Miami cuenta con tres eventos culturales de índole internacional, donde los hispanos, y fundamentalmente los cubanos, tienen un peso importantísimo: La Feria Internacional del Libro de Miami, encabezada por el cubanoamericano Eduardo Padrón -quien además es el presidente del Miami Dade Collage--, el Festival Internacional de Teatro Hispano y el Festival Internacional de Cine de Miami.
El Penclub Internacional de Londres cuenta con un capítulo en la ciudad de Miami, el Penclub de Escritores Cubanos Exiliados, cuyo presidente es el poeta Ángel Cuadra, y cuenta con un aproximado de setenta miembros. Como se sabrá, y acorde con las directrices de Londres, para ser miembro del PEN se requiere tener al menos dos libros de cierto renombre publicados.
En Miami murieron los escritores Eugenio Florit, Lydia Cabrera, Enrique Labrador Ruíz y Carlos Montenegro, y aquí vivió intermitentemente, odiándola y queriéndola, el maldito Reinaldo Arenas. En un asilo miamense se reventó la cabeza de un disparo de pistola el narrador Guillermo Rosales, y desde este enclave surfloridano se fueron al otro barrio los novelistas Carlos Victoria y Reynaldo Bragado Bretaña. Todos ellos un día brutalmente deyectados de la isla, prófugos del futuro luminoso. En Cuba se cuenta un chiste: “Los cubanos de Miami están atrasadísimos, se comen los mismos pan con bistés, las mismas masas de carne de puerco frita y los mismos pastelitos de guayaba y queso que nosotros nos comíamos acá hace 50 años”.
La verdad es que la ciudad es una especie de cápsula en el tiempo y se encuentra todavía en plena Guerra Fría, que a veces se calienta peligrosamente, como en el caso del niño balsero Elián González o la captura y enjuiciamiento de una red de diez espías castristas implicados en el asesinato en el aire y a mansalva de cuatro jóvenes integrantes de la organización humanitaria Hermanos al Rescate, operación ejecutada por dos Migs de combate pertenecientes a la fuerza aérea cubana, reliquias de la era soviética.
Miami es una ciudad sui generis. Los cubanos que en ella habitan han sido nombrados con epítetos tan elogiosos como los de escorias, mafiosos y gusanos. Pero ―¡oh, magia de la lengua!― esos vocablos han ido con los años sufriendo, o gozando, una transmutación que va de lo peyorativo a lo positivo. Hoy, entre los oprimidos de la isla y los escapados de Miami, ser considerados escorias, mafiosos o gusanos da una investidura política y social, una clase y una categoría, envidiables al punto de que muchos llegan a fabricarse unas, en algunos casos, improbables historias en las que en algún momento de sus vidas habrían sido escorias, mafiosos o gusanos.
La satanización de Miami, del exilio de Miami, responde a una campaña cuidadosamente montada y dirigida machaconamente desde La Habana. Lo curioso es que a ese juego se han prestado figuras intelectuales o políticas que por nada del mundo se atreverían a llamar ñato a un ñato, cojo a un cojo y terrorista a un terrorista, pero que, por un inusitado ataque de valor lexicológico no dudan en llamar escorias y mafiosos y gusanos a los cubanos de Miami. Entre los que así nombran a los miamenses ha habido y hay de todo, desde los ingenuos de siempre hasta los de la mucha y mala leche de siempre.
Cierto que mucha de esa gente en los últimos años ha tomado prudencial distancia de una dictadura que pulveriza aviones civiles en el aire, que hunde barcos con hombres, mujeres y niños a bordo, como el Remolcador 13 de Marzo, o fusila a tres jóvenes negros tras juicio sumarísimo y sin las mínimas garantías procesales que procuraban a toda costa escapar de esa Jauja de la igualdad racial que es la finca de los hermanos Castro.
Entre esa gente hay casos de una testarudez de espanto, casos crónicos como el de los Nobel literarios Gabriel García Márquez y José Saramago, o el del fallecido novelista Manuel Vázquez Montalbán, quien legó un mamotreto laudatorio de Fidel Castro titulado Y Dios entró en La Habana.
Miami es, por contraposición, la prueba de la gran estafa que ha sido la revolución cubana y sus enfáticas aseveraciones. Miami es un mito, pero sobre todo es la evidencia para el desmontaje de ese otro mito, feroz y mierdero, que como un fantasma recorrió la mayor parte del siglo que pasó bajo el nombre de comunismo.
Cuando hace cincuenta años partieron los primeros exiliados, de todas las clases pero mayormente de las clases media y alta, cuentan que Fidel Castro dijo a uno de sus colaboradores más cercanos: ¡A enemigo que huye, puente de plata! Pensaba con cierta lógica el ahora moribundo en jefe que los cubanos que huían se integrarían pronto a la sociedad norteamericana y se olvidarían de la isla que atrás dejaban.
No fue así. Ni se integraron ni mucho menos, en su mayoría, olvidaron la desdichada isla que dejaron atrás. Más aún, el centro de la oposición al régimen militar cubano estuvo por muchos años asentado sólo en Miami, o en las cárceles en Cuba. No era la primera vez que la oposición a regímenes en la isla se hacía desde el exterior. Fue lo que ocurrió en Tampa y Cayo Hueso cuando el exilio de las guerras de 1868 y 1895 contra España, fue lo que ocurrió en Miami cuando la revolución de 1933 contra Gerardo Machado y después cuando la revolución contra Fulgencio Batista, a finales de los años cincuenta. No obstante, cada vez más en los últimos tiempos la oposición a la dictadura comunista ha ido teniendo su centro en la isla. Miami ha pasado a ser como la retaguardia, el apoyo moral, y en menor medida material, de los que en Cuba hacen oposición. La caja de resonancia de los que allá se atreven a hablar, la voz de los que no tienen voz. Sin Miami, la verdad, no habría oposición al régimen cubano.
Contrariamente a lo que comúnmente se cree, no es el gobierno de Estados Unidos el interesado en presionar a La Habana para que se democratice, y no son los exiliados cubanos, como se ha afirmado, marionetas del imperio. Son los exiliados, precisamente, los que se han sabido insertar en la política norteamericana, los que han cabalmente entendido cómo funciona la política del gobierno en este país. Han entendido la paradoja de un gobierno que es uno y muchos gobiernos, uno multifacético y maleable, uno en el que conviven los elementos que le ayudarían junto a los elementos que le eliminarían, y han aprovechado esa circunstancia paradojal para arrimar la brasa a la sardina cubana, para que el problema cubano no se olvide. Más: para que sea un problema de política doméstica, para que existan las leyes y medidas que apoyen y demanden la democracia en la isla.
Esto es un logro fundamental del difunto Jorge Mas Canosa y lo que en un tiempo fuera la más influyente organización del exilio cubano, la Fundación Nacional Cubano Americana. Esa que, según reconoce con fastidio un estudio del Centro para la Integridad Pública de Washington, era la entidad de cabildeo étnico más eficaz en la capital estadounidense, tanto que superaba inclusive al cabildeo hebreo. El estudio se refiere a lo que llama papel poderoso y temible del grupo exiliado en la configuración de la política exterior de Estados Unidos respecto a Cuba, y desbarra contra el acceso de Mas Canosa a los centros de poder no sólo de Norteamérica, sino del mundo.
La verdad parece ser que Miami se levanta como la única revolución verdadera llevada a cabo por los latinoamericanos. Si revolución fuera, como suelen asegurar los mismos revolucionarios, un cambio radical para garantizar el progreso y el bienestar del pueblo, y eliminar el hambre y la pobreza, esa revolución donde ha ocurrido es en Miami. A la cabeza de esa revolución, para disgusto no sólo de Castro sino de los progres del mundo, han estado los cubanos que en 1959 comenzaron a arribar a una ciudad playera para ancianos retirados, y sobre sus extensos arenales y su profusa red de canales plagados de cocodrilos levantaron ese emporio comercial que es hoy la ciudad. Revolución postmoderna, probablemente la única en la historia que se haya hecho con los pies, pies en polvareda. Revolución, cosa rara, hecha sin violencia, pero parida por la violencia. Hecha por los que huyen de la violencia.
En Miami se rompen los esquemas. Por ejemplo, se revierten unas relaciones marcadas por las invasiones y conquistas del norte sobre sus vecinos del sur. Ahora los que invaden y conquistan son los vecinos del sur, e imponen su idioma como nunca hizo o pretendió hacer el norte. Es una invasión y una conquista lenta y silenciosa, pero sostenida y eficaz, sin hazañas y sin héroes estridentes. Es la conquista del laboreo consistente, del esfuerzo y la iniciativa individual en un sistema regido por las leyes y el libre mercado.
El exilio cubano está conformado por cerca de un millón de bípedos en todo el Condado Miami-Dade, condado que cuenta con un aproximado total de dos millones de bípedos desperdigados por su extensa geografía. Bueno, pues ese millón de bípedos cubanos produce casi el doble de todo lo que producen sus parientes allá en la isla, y contribuye decididamente a que el presupuesto anual de dicho condado, unos cuatro mil millones de dólares, sea superior al de la mayoría de todos los países centroamericanos. Las pequeñas editoriales cubanas de Miami editan más títulos en un año que todos los que ha editado la isla de 1990 para acá. En Miami, como se ha pretendido en son descalificador, y por desgracia diríamos, no todos los cubanos son ricos y las factorías de Hialeah están repletas de isleños que sudan la gota gorda para ganarse el sustento.
Miami no es Cuba, pero se le parece. Miami es la otra Cuba, la Cuba posible. Desde Miami se aprende a conocer y a querer a Cuba, a no sentir vergüenza de ser cubano. Miami es un modelo, el único quizá, para la reconstrucción de una Cuba futura. No un modelo arquitectónico, como es lógico, pues la mayoría de los cubanos estarían conscientes de los aciertos de la arquitectura isleña, o de lo que queda de ella, para venir a contaminarla con el espanto de los malls miamenses. Pero acá están sin dudas los capitales necesarios para una eficaz reconstrucción, y acá se habrían ejercitado los cubanos para ejercer un día, allá en la isla, la democracia.
Miami, ya es un lugar común decirlo, está poseído por el olor y el sabor de la cocina y el café cubano. En Miami se venden frutas cubanas que muchos en la isla olvidaron, que los más jóvenes ni siquiera conocieron. Frutas como el mamey y el anón y la piña, frutas cantadas ya por Silvestre de Balboa y Troya de Quesada, un canario aplatanado en Cuba, en su extenso poema Espejo de paciencia. Poema considerado, quizá con exagerado entusiasmo, la obra literaria que marca el nacimiento y balbuceo de la nacionalidad cubana allá por el siglo XVII.
Ciertamente Miami no es Cuba, pero ciertamente, entre los ambientes “mafiosos” de la Calle 8, corre un insistente y alarmante rumor: conjurados isleños, exaltados miembros de una secretísima logia, estarían laborando en una conspiración para, a la caída del castrismo, anexar Miami a la isla y convertirla en su séptima provincia.
Armando de Armas
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