Fuera de contexto / Alexis Romay

Hace un par de meses tuve la oportunidad de dialogar públicamente, y en vivo, con creadores y activistas cubanos radicados en la isla, gracias a la invitación de la escritora Lizabel Mónica a participar en un panel de Estado de SATS —el espacio de debate concebido para pensar a Cuba más allá de los estrechos márgenes del totalitarismo—, que conduce y promueve el ensayista Antonio Rodiles desde la sala de su casa en La Habana.

Ya sé que la oración anterior tiende a ser larga; como largas fueron las horas de preparación y coordinación de este intercambio entre cubanos a ambos lados del muro del Malecón; como larga también ha sido la espera para poder reencontrarme, al menos pantalla mediante, en calidad de escritor, con personas que constituyen mi público natural —público del cual me ha privado (como a todos los exiliados) la distancia física, pero sobre todo la negativa del régimen cubano a reconocer la existencia de la obra de creadores que rebasan las fronteras territoriales de la isla o, peor, las barreras ideológicas impuestas por la junta militar que la subyuga (peco por partida doble)—; como largo es el presupuesto de la policía política cubana, la tristemente celebre (in)Seguridad del Estado, que se dedica a acosar y arrestar a los participantes en Estado de SATS; como largo es el alcance del lente de la cámara instalada en un poste frente a la casa de Rodiles, para dejar constancia del entra y sale de gente y —lo más peligroso— de ideas; como larga es la distancia recorrida por la incipiente sociedad civil en la isla, dispuesta a encontrar las grietas en el dique represivo del castrismo, y dispuesta también a reencontrarse, a reconocerse, a escucharse, a practicar el diálogo, ese recurso proscrito por los guardianes de la ortodoxia revolucionaria.

Desde que logré desvincularme físicamente de Cuba... Iba a escribir “desde que me fui”, pero me dio urticaria. Decía que desde 1999 no sé qué es hablarle a la audiencia cautiva —escribo esa combinación de sustantivo y adjetivo con una mezcla de humor y tristeza: no olvido que fui parte de la misma; ahora constato con alegría creciente que una parte de dicha audiencia en la isla es cada vez más libre—; desde entonces, he presentado mi novela y mi poemario en ferias del libro, librerías, bibliotecas y universidades en Estados Unidos, México e Italia; sin embargo, todavía desconozco las expresiones de mis coterráneos in situ en respuesta a algún pasaje de mis libros o a alguno de mis comentarios, triviales o tremebundos; ignoro cómo reaccionan ante mis textos, qué les resulta cómico, ingenioso, simpático, desagradable.

Las limitantes a este diálogo trunco y postergado entre las dos partes del todo cubano las ha impuesto la dictadura de los Castro, experta en coartar, entre otras tantas, las libertades de expresión y movimiento de la población en la isla, así como el libre trasiego de personal ideológicamente indeseable radicado dentro y fuera del territorio insular. Por tanto, ante el férreo —ese sí— bloqueo castrista al libre canje de información, complicidades y afectos, los panelistas de Estado de SATS a ambos lados del Estrecho de la Florida tuvimos que recurrir al intercambio de señales de humo, con la esperanza de que estas no fueran distorsionadas por el viento.

La presentación en La Habana de nuestro panel —filmado en Nueva Jersey y en el que participan el músico Paquito D’Rivera, el escritor Enrique del Risco, el artista visual Geandy Pavón y quien redacta esta nota— fue un poco un vidrio polarizado, de esos que semejan espejos y aparecen en los seriales policiacos a la hora de identificar a posibles sospechosos, y posibilitan que quienes están detrás del cristal pueden ver sin ser vistos.
 
Claro, lo de dialogar y en vivo del primer párrafo debe ser tomado con una pizca de generosidad. En esta ocasión, D’Rivera, Del Risco, Pavón y yo, desde Nueva Jersey,  fuimos los sospechosos habituales. Miramos al lente de la cámara —sin poder ver en tiempo real qué pasaba al otro lado de ese espejo, en la capital cubana— y respondimos cándidamente las preguntas enviadas desde La Habana por un variopinto grupo de activistas y creadores, entre quienes se contaban la periodista Yoani Sánchez, los músicos Gorki Águila y Ciro Díaz, el graffitero El Sexto, la blogger Lía Villares, el escritor y fotógrafo Orlando Luis Pardo Lazo y Luis Eligio Pérez, integrante y fundador del grupo artístico multi-disciplinario OMNI ZONA FRANCA, que tiene sede en Alamar: un conjunto de edificios suburbanos desperdigados al azar —como quien tira un puñado de yaquis—, al este de La Habana. Al caos del transporte, a la represión ubicua e imperante, al fatalismo geográfico de esa comunidad dormitorio cuyo trazo urbano es emblema de la chapucería revolucionaria y al resto de las innumerables desventajas de vivir al otro lado del túnel de la bahía capitalina, los integrantes de OMNI han respondido con su arte y una manera de entender e interpretar la belleza hasta entonces inédita en un lugar concebido desde la más burda fealdad. Son, con perdón del cliché, la flor que nace de los escombros.

¿Qué hacen en concreto los de OMNI? El rango es amplio y va desde un festival anual de poesía (que ha sido prohibido por las autoridades de la isla) hasta performances callejeros que combinan expresión corporal con danza y música. Uno de sus miembros fue arrestado por pararse en una esquina habanera sosteniendo un girasol mientras miraba al cielo. Esto no es broma: hay video del momento del arresto. El crimen debe haber sido “tener un girasol en la mano en un espacio público sin permiso del gobierno”.

De la presentación de nuestro panel en La Habana, me quedé con la alegría de saber que mi voz —aunque grabada previamente— otra vez resonaba en una casa habanera; me quedé con el entusiasmo de haber burlado el perenne cerco policial y haber participado en este ciclo de debates que tantas ronchas está levantando entre los camorristas e ideólogos del régimen cubano. Y, claro, me quedé también con las ganas de hablar en directo con estos interlocutores de lujo, sin que mediara el filtro de la pantalla o el retoque del editor (que es mi hermano, pero tiene una tijera).

Dicen que segundas partes nunca fueron buenas. Pero aquí se equivocaron de plano. Hace par de semanas tuve oportunidad de cerrar el círculo iniciado en la sala de la casa de Pavón, en Nueva Jersey, frente al reflector que iluminaba la escena y a mi amigo, que hacía las veces de camarógrafo. Por la gracia de Alá —que es más alto, más sabio y más misericordioso; no me lo repitan—, la montaña tuvo la delicadeza de venir a Mahoma. New York University invitó a tres integrantes de OMNI ZONA FRANCA a presentar su “espectáculo” (como ellos mismos le llaman) en el auditorio del Kimmel Center. Dos días antes, Del Risco había organizado una cena en su casa para agasajar a los visitantes, pero este comensal ya tenía compromisos ineludibles, así que me perdí el ágape y me lo reprocho en público y en privado. Se me escurrió la oportunidad de hablar con Luis Eligio Pérez, Amaury Pacheco y David D’Omni, de igual a igual, de forma más distendida, cerveza y arte culinario mediante, al amparo del techo de un anfitrión entrañable por ideal y viceversa. Así que no me quedó otra opción que ir a interactuar con ellos en calidad de público.

Quienes entienden de jardinería y reforestación saben que las zonas geográficas están divididas por códigos alfanuméricos según el clima. Aunque suene a perogrullada esta obviedad, no está de más destacarla: dichos códigos —y la lógica más elemental— orientan a los sembradores con respecto a qué pueden cultivar en sus respectivas zonas, y determinan claramente que las plantas y árboles que se dan, por ejemplo, en la zona 6B no correrán la misma suerte en la 9A. Digamos que una es tropical; la otra, templada. Pongamos por caso que Alamar está en la 9A y Nueva York, en la 6B.

La osadía de transplantar un proyecto comunitario —como califican los de OMNI a su iniciativa multi-disciplinaria— desde las calles de esa ciudad marítima enclavada en el totalitarismo castrista ya no a la calle sino a la sala de un teatro de una universidad neoyorquina puede arrojar más sombras que luces: la falta de referentes y códigos comunes entre los artistas y la audiencia —no toda hispanohablante— está llamada a condicionar el diálogo entre los participantes a uno y otro lado del proscenio. La tercera cláusula del lema de OMNI ZONA FRANCA reza: “El arte mundial es nuestro idioma”. Aunque durante el concierto pudo darse el caso de que pensáramos que estábamos hablando la misma lengua, por momentos, parafraseando a Winston Churchill, éramos dos países separados por dos idiomas distintos.

Antes de asistir al performance en NYU, no comulgaba estéticamente con la propuesta de OMNI —falta de referentes, et al—, pero estaba determinado a experimentar ese derroche de energía que los ha hecho destacarse en la isla, contra viento, marea e impedimentos oficiales, desde la periferia habanera. No comulgaba con su propuesta estética, pero me caían bien y me eran mucho más cercanos en términos éticos, plano en el que se habían ganado todo mi respeto. Mientras los miraba moverse con plena libertad por el escenario del Kimmel Center, a dos pasos de mí, que estaba en primera fila, me preguntaba si mis palabras en el video que se proyectó en La Habana habrían corrido la misma suerte: ¿habría estado hablando de cuestiones prioritarias, que para mí están claramente definidas y que quizá no tienen la menor relevancia para el público habanero? ¿Me habrían entendido los habitantes de aquel contexto que una vez fue mío?

Mientras el huracán OMNI cantaba y declamaba sus poemas y durante la charla subsiguiente con el público de la Gran Manzana —en la que ejercí de traductor voluntario en el vaivén de intervenciones—, recordé la invitación pública que Luis Eligio Pérez había hecho en la pregunta que nos envió a los panelistas de Nueva Jersey: ¿nos gustaría que nuestras obras fueran representadas por OMNI ZONA FRANCA?

A pesar de (o quizá gracias a) la diferencia —en enfoque, proyección, ángulo, terminología, método, etc.— de nuestras respectivas estéticas y percepciones del problema cubano, mi respuesta volvía a ser un sí rotundo. Que en esa Cuba plural que me desvela debe haber espacio para OMNI, para mí y para nuestras posibles colaboraciones.

Al terminar el conversatorio, público y artistas nos dispersamos, mezclamos y confundimos. Solo entonces tuve oportunidad de acercarme —en el más amplio sentido de la palabra— a los de OMNI y estrecharlos en un abrazo. Intercambiamos datos de contacto e impresiones sobre esto y lo otro. Al despedirnos les deseé mucha suerte en el resto de su gira estadounidense y, claro está, con su regreso a la isla. Después salí a cenar con par de amigos. Hablamos del espectáculo, de sus retos, sus glorias, sus puntos fuertes y las manchas en el sol. Y concluimos que había valido la pena la experiencia.

Esa noche me fui a casa tarareando el pegajoso estribillo de la canción con la que los creadores de Alamar dieron inicio a la velada, que —además de entenderse en cualquier contexto— es toda una declaración de intenciones de OMNI ZONA FRANCA, así como un mantra que deberían repetir a diario los cubanos de las dos orillas: «Abre espacio. Si no me lo abres tú, me lo abro yo».

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