Arenas en el paraíso de Mariela Castro / Armando Añel

En “Antes que anochezca”, la película de Julian Schnabel (Grandview Pictures Production, 2000) basada en la autobiografía del escritor homosexual Reinaldo Arenas, una secuencia resulta fundamental a la hora de interpretar la historia que se cuenta y al personaje que la conduce. Arenas-Bardem (1) sale del hospital enfermo de sida, aborda un auto de alquiler y recorre Manhattan mientras visualiza la insufrible, indeclinable degeneración de La Habana. Las imágenes se suceden, Nueva York es La Habana y nuevamente La Habana es Nueva York, pero la voz del protagonista se encarga de poner al espectador sobre aviso, de centrarlo en el objetivo a seguir: en la capital cubana todo está cerrado. Las tiendas cerradas, los cines cerrados, las farmacias cerradas; la propia vida, encerrándose a sí misma, languidece aguardando una apertura que nunca sobreviene. Hay carteles que explican, sí, el por qué de la situación en cada caso particular. Pero nada resulta creíble. Nada es. Todo excluye. Todo ―menos el irreparable asombro de una nación que maquilla una y otra vez sus propias ruinas― ha muerto. Hasta la propia metáfora.

El pasaje ilustra el destino de un país y la inoperancia de todo un sistema. La bella isla, la isla de la utopía, de la libertad ―paradójicamente, así se le llamó en su momento―, no es más que la pesadilla tropical de la cerrazón colectiva. Y uno de los ejemplos más ilustrativos de esta metamorfosis ha sido la represión contra los homosexuales. En momentos en que la Izquierda internacional hacía causa con estos últimos, en una época en que llevar el pelo largo y el torso tatuado significaba a escala mundial una suerte de rebeldía contra el orden establecido, en la isla se pelaba al rape a los quinceañeros y se inauguraban campos de concentración (las tristemente célebres UMAP) donde recluir a quienes asumían, sin tapujos o clandestinamente, su sexualidad, o escuchaban una música demasiado estridente o ininteligible. La metáfora de la cerrazón, la metáfora de Reinaldo Arenas, es el anillo en el dedo que se levanta acusador contra lo diferente. En el dedo que excluye.

A partir de 1959, Cuba sufre las consecuencias de un sistema político que precipita actitudes hasta cierto punto sosegadas en el espacio anterior de la República. La retórica fundamentalista del régimen, así como su control sobre el cuerpo social, hacen que el cuerpo físico, el individuo de carne y hueso, se refugie en sí mismo. La libertad se ejerce hacia dentro, el ultrajado se rebela penetrando o dejándose penetrar por cuerpos amigos. Extrañamente, la llamada revolución contribuye a ello desde diversos frentes, aun cuando éste no haya sido su objetivo último: signada por la carencia de casi todo, la nación se hace promiscua a fuerza de apagones, guardias militares, cederistas, estudiantiles, programas masivos de trabajo “voluntario”, discursos interminables, incompetencia, inoperancia, incapacidad... a fuerza, cómo no, de aburrimiento.

Según el poeta Norge Espinosa, “el cuerpo se ha convertido en espacio de renuncias y revelaciones ante el despojo de valores que atraviesa la sociedad cubana actual... El cuerpo es el arma posible, la geografía de libertad, el modo de reaccionar” (http://www.habanaelegante.com/Winter2001/Ecos.html). Con el advenimiento del totalitarismo, el sexo acaba convirtiéndose ―desde una nación no precisamente mojigata― en razón de ser, en fin en sí mismo: es fuga y conclusión, anhelo y paliativo.

No obstante, un sistema totalitario no puede permitirse la más mínima disidencia. Aquellos que son auténticos, que no sirven a determinados intereses, que se recrean en el espectáculo de su individualidad liberada ―aquellos de la bandera del arcoíris―, son los enemigos por antonomasia de lo uniforme, de lo excluyente. Son lo incontrolable, lo irreductible, un peligro latente para el Gran Rector al que nada escapa, que controla cada palabra y cada movimiento. No ponen petardos en los parques, ni pegan carteles subversivos en las esquinas, ni firman documentos donde se pide elecciones libres, pero son ellos mismos a despecho de todo y de todos, y esta clase de rebeldía irá dinamitando poco a poco ―al menos a los ojos de la clase política― los pilares del sistema. Ser gay o lesbiana constituye también, más allá de las implicaciones culturales, un acto de liberación de la identidad. Y Cuba ha estado cerrada a toda liberación que no venga de la mano y el verbo de Fidel Castro o, ahora mismo, de su hermano menor. Artículos como el 303, del código penal cubano, han tipificado la homosexualidad como delito. Si a alguien le quedaba alguna duda acerca de la tragedia que significa vivir el castrismo ―que significa ser homosexual bajo el castrismo―, puede írsela extirpando. No sólo se ha tratado de una persecución de hecho, sino también basada (en) e instigada por la ley, diga lo que diga la incansable viajera en que se ha convertido Mariela Castro.

Por añadidura, el castrismo repudia lo femenino tanto como lo LGBT en general ―obsérvese como a la postre, a pesar de su palabrería igualitaria, no hay mujeres ni personas LGBT en los puestos claves de decisión a nivel gubernamental. El régimen se ve a sí mismo, en concreto y en abstracto, como una suerte de entidad impenetrable, ríspida, ajena a los melindres que supone patrimonio del llamado “sexo débil”. Incapaz de abandonarse a las “flaquezas” de la franqueza, nunca, o casi nunca, descubre su emoción, a no ser que sea falsa o rigurosamente indispensable. No se maquilla porque en el fondo, de cara a la superficie, es representación, circo, redundante mascarada. Nunca mejor dicho: más de lo mismo.

De cualquier manera, el filme de Schnabel se queda corto a la hora de reflejar el drama del clandestinaje en la Cuba comunista. Tal vez la ficción no sea capaz, en casos como estos, de asumir con suficiente soltura una realidad que la supera con creces. Una realidad tergiversada y diluida por la política, por la candidez o la incapacidad de una progresía que, históricamente, ha querido verse representada en la imaginería de la revolución triunfante. Y, sin embargo, cabe reseñar otra escena de la película: el recluso Arenas-Bardem es arrastrado, reducido y arrojado a una celda-gaveta, especie de receptáculo de castigo muy habitual en las prisiones cubanas. El escritor, el homosexual y el paria coinciden en esa celda minúscula, asfixiante, donde, a la manera dantesca, hay que abandonar toda esperanza. Esa celda, esa gaveta, es la Cuba de hoy, aunque la hija del general insista en vendernos lo contrario. El paraíso de lo excluyente herméticamente cerrado.

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1-    La película fue protagonizada por el actor español Javier Bardem, quien obtuvo una nominación al Oscar como mejor actor por su interpretación de Reinaldo Arenas.

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