Jean Pierre no es francés. Nació en La Habana en los años noventa. Es hermoso, fuerte y nada inteligente, pero listo. Tiene 21 años llenos de energía y no sabe cómo canalizarla. De pequeño, su padre le enseñó que los hombres no lloran, por lo que su mirada es intensa y en sus ojos algún temporal está siempre a punto. Lleva doce años que no derrama una lágrima y siempre se quedó con ganas de jugar con muñecas. Cuando tenía nueve años propuso como actividad extraescolar apuntarse a clases de ballet y la paliza con el cinturón paterno fue brutal mientras su madre preparaba unos frijoles negros en la olla de presión y sufría sentada en una silla.
Ahora trabaja como acomodador en el Teatro García Lorca gracias a un amigo bailarín del ballet nacional con el que tuvo varios encuentros en los baños del cine Payret. Pajas sin importancia que los hicieron buenos amigos. Lleva un año colocando al público en sus butacas y se ha visto más de cincuenta veces “El lago de los cisnes”. Tchaikovsky es la banda sonora de sus días y en algunas ocasiones en las que se queda solo en sala con las butacas como espectadores, baila una variación del Pas de deux del cisne negro atropelladamente. Hace un mes que entró un nuevo cisne para las funciones de la próxima temporada. Es Olivia, divina y escuálida, recién salida de la escuela y joven promesa del ballet cubano. Desde que llegó siente su mirada de gacela que le sigue, que le desea y espía.
Hoy es el gran día y Jean, linterna en mano, es una silueta perfecta llena de claroscuros en la penumbra de uno de los palcos. El olor a viejo del tapizado, el murmullo de la gente que va llenando los 1.500 asientos, la orquesta que va haciendo entrada y la luz que va siendo cada vez más tenue. Pierre acaba de indicar el camino a un señor que parece llegar tarde para los primeros acordes. Comienza la función y vuelan en el tabloncillo las puntas de las primeras zapatillas mientras una luz se abre paso entre los pasillos que conducen a los camerinos. Respiraciones agitadas, un olor fuerte a maquillaje y laca, tutús que calientan tobillos detrás de la tramoya le indican que está cerca, muy cerca. Algo le paraliza, le sacude la cabeza, el muchacho se queda inmóvil detrás de la puerta que encierra a Olivia en su apurado cambio de vestuario. Pero el deseo le hace abrir la puerta sin darse cuenta y sin decir palabra alguna se abalanza sobre la bailarina tapándole la boca con la mano. La conduce hasta su silla en donde la desnuda, la amarra, la mordaza y la besa tierno en la frente. Olivia ahora es espectadora de un sueño, y asiste a la metamorfosis de un acomodador en cisne negro. La cremallera del vestuario queda abierta debido a las anchas espaldas de Jean Pierre, que baja las escaleras con los ojos desorbitados. Un técnico intenta detenerle recibiendo un fuerte puñetazo. Al fin salta a las tablas y ejecuta unos giros chocando con parte del decorado, la orquesta desafina y el cuerpo de baile para desacompasado mientras el público a coro se queja del improvisado bailarín. Todo se detiene. En el suelo, con la mirada ausente se encuentra el cisne triste y, después de doce años, llora mientras es arrastrado fuera del escenario.
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