Nicolás Guillén |
Es
secreto para casi nadie que la llamada “revolución cubana” funciona
fundamentalmente a nivel mediático, esto es, en función de una estrategia
propagandística escenificada en los medios de difusión masiva. Desde su arribo
al poder en enero de 1959 —podría decirse que incluso antes—, el castrismo
construyó su castillo mediático sustentado no solo en la imagen vanguardista
de sus principales representantes (el pelo largo, la barba crecida, el
desparpajo del lenguaje, las poses, los amuletos...), sino en su discurso. En
ese discurso, la promesa de que la discriminación racial sería barrida del mapa
republicano jugaba un papel fundamental.
Aunque
curiosamente la revolución contra la dictadura batistiana no careció de
componentes racistas —amplios segmentos de la burguesía blanca apoyaron al
castrismo frente a lo que consideraban la injerencia negra en los asuntos de
Estado representada por el mulato Fulgencio Batista—, el régimen triunfante se
vendió a sí mismo como una suerte de valedor o promotor de la igualdad racial
en Cuba. Desde el ascenso al parnaso totalitario de Nicolás Guillén —el poeta
negro reconvertido en Poeta Nacional— hasta la promoción mediática de figuras
nacionales e internacionales de raza negra, eran varios los signos que
coqueteaban con la imagen de una Cuba finalmente resuelta por la razón social
del mestizaje. Parecía que el proyecto de homogeneización racial del castrismo,
paralelo y/o adscrito a su proyecto de homogeneización social, iba en serio,
aguijoneado por la salida del país de las clases medias y profesionales —mayoritariamente
blancas— y el gradual envejecimiento de los líderes históricos de la
revolución, predominantemente blancos. Y sin embargo, la puesta en escena de la
igualdad racial no conseguiría salir en la foto más allá de algunas secuencias,
en las que el negro no acababa de aparecer en primer plano.
En torno a la
estadística
El
hecho de que la revolución cubana identificara como una de sus conquistas
sociales fundamentales la de la igualdad racial, más el crecimiento estadístico
de las poblaciones negra y mestiza en los últimos cincuenta años (poblaciones
que aparecen homologadas en este artículo), hacen inaceptable su exigua
representatividad en aquellos ámbitos donde se decide o escenifica el proyecto
nacional. Para entender en toda su dimensión el drama negro en la Cuba de hoy,
teniendo en cuenta, sobre todo, las expectativas levantadas décadas atrás por
el régimen en el poder, hay que acudir a datos no siempre contrastables, pero
indudablemente coincidentes en lo que se refiere al crecimiento poblacional de
mestizos y negros en los últimos tiempos.
Varios
estudios, partiendo del Censo de Población y Vivienda de 1981, coinciden en
afirmar que la población blanca cubana ronda el 60 por ciento o poco más del
total, mientras que negros y mestizos alcanzan cerca del 40 por ciento. Sin
embargo dichas cifras, aunque oficiales, no reflejan la realidad de la
composición racial en la Isla. Como ha señalado Jesús Guanche en su ensayo La cuestión racial en la Cuba actual.
Algunas consideraciones, los entrevistadores o aplicadores de estas
encuestas no tienen “una preparación en antropología física como para discernir
entre unos y otros fenotipos, y la clasificación del fenotipo depende de la
autoimagen del entrevistado...”. En este sentido, es seguro que en la
composición racial de la Cuba contemporánea las poblaciones negra y mestiza ya
constituyen mayoría.
Y
aquí precisamente radica el problema. A diferencia de los Estados Unidos, donde
la población negra no supera el 15 por ciento del total —ocupando, no obstante,
importantes posiciones en los órdenes gubernamental y político—, en Cuba la
cuantía de este segmento poblacional no se corresponde con su
representatividad. Frente al discurso castrista de la igualdad de razas y el
hecho incontrovertible de la creciente preponderancia numérica de los
afrodescendientes se alza la realidad de un país controlado por las élites
blancas, las cuales aún disfrutan de un protagonismo político, cultural y
económico ni de lejos proporcional a su peso estadístico. Y todo ello mientras
desde el poder se intenta echar tierra sobre esta problemática, desvirtuándola
o, más sencillamente, desconociéndola.
En
cualquier caso, y como nota al margen, el lector debe tener en cuenta que los
fenotipos raciales aceptados en Cuba difieren significativamente de los
manejados en países como Estados Unidos. A diferencia del blanco americano,
anglo o caucásico, el “blanco cubano” brota de un tronco racial más heterogéneo
—el hispano o español—, alimentado, en no poca medida, por raíces
mediterráneas, árabes e incluso gitanas. Un blanco cubano, por añadidura, puede
ser un descendiente de inmigrantes sirios o libaneses afincados en la Isla en
el siglo pasado. Un fenómeno al que hay que añadir la mezcla entre blancos de
origen europeo y negros africanos y sus descendientes —en ocasiones demasiado
intrincada para resultar suficientemente nítida al cabo de varias generaciones—,
vigente ya desde la época colonial.
La discriminación
laboral, política y cultural
Como
no podía ser de otra manera, la discriminación racial en Cuba también alcanza
el terreno de las relaciones laborales. Si se observa que la población negra o
mestiza apenas recibe remesas del exterior, dichas relaciones adquieren
adicional importancia en tanto soporte de un segmento poblacional que no cuenta
con fuentes alternativas de financiamiento.
Recuérdese
que los empleos en el sector turístico son de los más codiciados en un país
donde el acceso a la moneda extranjera garantiza una endeble —pero
imprescindible— solvencia económica, y en el que la población, no importa si “blanca”
o “negra”, es segregada a pesar de (o debido a) su condición autóctona.
Pero
si en una nación como la cubana, supuestamente revolucionaria y
mayoritariamente mestiza, la discriminación laboral de índole racial resulta
inexcusable, la discriminación política y cultural ejercida sobre el negro roza
el disparate. Y sin embargo, casi todo en la realidad de la Cuba actual
contradice el discurso oficialista según el cual negros y blancos trenzan (o
destrezan), mancomunadamente, el destino nacional.
En
el campo de la alta política gubernamental la exigua representatividad negra es
clamorosa. Exceptuando alguna que otra figura histórica como Juan Almeida, o de
segundo orden efectivo como Esteban Lazo, la composición racial de las esferas
de poder en la Isla, particularmente de las emergentes o juveniles —lo cual incluye a las más extremistas,
conocidas popularmente como “talibanes” por su extremo conservadurismo—, es
eminentemente blanca. Seguramente, ello no solo está relacionado con el racismo
puro y duro que pudiera ejercer la dirigencia blanca desde sus atalayas “revolucionarias”,
sino, a un nivel todavía más profundo —y cómo no, igualmente racista—, con la
escasa presencia del negro en los centros de educación superior.
Así,
la discriminación racial en la esfera de la cultura permea todos los segmentos
y niveles, agravándose, si cabe, en uno tan abarcador como el de la televisión.
Se trata del medio por antonomasia que debería reflejar la realidad cubana,
reproduciendo las claves de la calle, de la vida real en su consistencia real.
Sucede todo lo contrario: nulo protagonismo negro, abundancia de clichés y
estereotipos en los que subyace un racismo latente, desatención de la
problemática discriminatoria. La ofensiva mediática que equipara a negros y
blancos tiene en la televisión a uno de sus principales canales divulgativos,
ciertamente, pero ello no significa que en consecuencia la representatividad
afrodescendiente alcance proporciones razonables. El negro continúa padeciendo
una exclusión y una subestimación sistemáticas en los medios de difusión masiva
que, en términos de protagonismo, lastra su desempeño social y político;
incluso las llamadas religiones afrocubanas son ridiculizadas y/o ninguneadas
desde estos medios.
Tras
más de cinco décadas de “revolución” —si se acepta la denominación desde un
punto de vista retórico— la realidad de la Cuba actual revela, con pelos y
señales, el carácter esencialmente mediático del proyecto de equidad racial
anunciado por el régimen de los Castro. El negro devino símbolo mediático de
una liberación a la postre artificial, o por lo menos inconclusa, porque estaba
y está basada en una asimilación institucional inexistente. La preponderancia “blanca”
a escala cultural y política no puede ser negada en la Cuba del tercer milenio,
y ello a pesar de que durante medio siglo de totalitarismo la composición
racial de la nación ha variado sustancialmente, inclinando la balanza numérica
hacia negros y mestizos.
Igualdad
en lo mediático. En eso ha quedado el proyecto igualitario enarbolado por el
castrismo.
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