Racismo en Cuba: un viejo caso moderno / Manuel Cuesta Morúa


 
Rostros de Cuba / Luis Felipe Rojas

La discusión prosigue. El tema del racismo gana entidad moral e intelectual en Cuba de una manera que revela un asunto más profundo: el fin histórico del modelo de nación que nos diseñó ese portento de intelectual decimonónico que fue José Antonio Saco. Estamos asistiendo así, y en un sentido fundamental, a un cambio de era en Cuba que pone al racismo en medio de la inflexión política a la que nos abocamos.  
En el proceso de transición el proyecto criollo de nación, que logró vestirse en el último medio siglo con el nombre sagrado de Revolución —una persistencia premoderna del holismo político en una época de natural fragmentación del cuerpo social— se resiste a reconocer su naturaleza racista y para ello realiza cuatro operaciones simultáneas: primera, explorar y explotar la vía del contraste con el racismo segregacionista propio del mundo germano—sajón; segunda, buscar legitimidades en el sentido unitario de la construcción política hispanoamericana; tercero, intentar protegerse con la inclusión compulsiva tanto del hegemonismo hispano como del totalitarismo eslavo—germano y, cuarto, vender la tolerancia condescendiente del catolicismo histórico que tolera a los otros dioses y a las otras prácticas en un plano secundario del entramado social. 
Todo ello comporta una diferencia importante a la hora de entender las diferencias de contexto en las que se expresa el racismo, y proporciona las pistas más interesantes para captar la diferencia específica del viejo racismo moderno que caracteriza a Cuba.
Este viejo racismo moderno no puede ser entendido en términos de raza sino en términos culturales. Y quizá haya sido necesario esperar al desarrollo de la psicología social en los ámbitos concretos del  prejuicio y la discriminación para percibirlo en toda su virulencia. Mientras el racismo clásico se muestra visiblemente a través de instituciones públicas, sean del orden político, institucional o social, el racismo moderno solo puede descubrirse tras la invisibilidad y el enmascaramiento psicosocial de la cultura. A partir de aquí es que se describe el desplazamiento del concepto raza al concepto identidad, o la resimbolización o resignificación del término raza desde los rasgos de la cultura, de modo que donde se dice y escribe raza debemos y podemos entender identidad. 
Lo más interesante es que se necesitó dejar atrás o colocar en otro plano la fijación biológica de la diferencia que se desprende del empleo de la palabra raza, y pasar a los conceptos de identidad cultural que se captan con el uso históricamente más reciente de la palabra afrodescendiente para develar las larvas reproducidas del racismo; ocultas por una densa superficie si persistimos en plantear el problema racial en términos del color de la piel.
Es cierto que se encubre con éxito la realidad del racismo en Cuba si todo el debate se cierra dentro de lo blanco y lo negro. Ni la ciencia histórica ni la ciencia política pueden demostrar fehacientemente la existencia del racismo en Cuba sin conectarse con lo que para ellas serían ciencias auxiliares: la estadística, la sociología, la antropología cultural, la lingüística semiótica, la psicología social y el simbolismo. Son estas ciencias las únicas que pueden dar cuenta cabal de los nuevos racismos que se parapetan con sutilezas dentro de la sociedad, y aprenden a velarse detrás de las instituciones públicas y de las políticas de los Estados, como los Caballos de Troya que muy bien vienen teorizando las feministas de la tercera ola.
Si la historia puede demostrar que hay racismo a través de continuos sociales y prácticas dentro de un periodo histórico específico, la historia también puede demostrar la lucha contra el racismo en ese mismo periodo. La explicación política intentaría decir, a ambos lados del debate, que las políticas han sido mal encaminadas, y por eso la persistencia demostrable del racismo, o que las políticas no han dado todavía los resultados esperados, y de ahí que su persistencia se deba a la perdurabilidad de un fenómeno heredado, no originario de un proceso político cualquiera, en este caso de la Revolución.   
Cuando esta se defiende diciendo que ha hecho lo que ningún proyecto político de los que le antecede en materia de lucha contra el racismo, está diciendo la verdad en términos políticos e históricos en lo que se refiere a las instituciones sociales y públicas que discriminaban en blanco y negro. Después de todo, estas instituciones habitaban el espacio social privado y las prácticas visibles y no declaradas del espacio público. Pero la Revolución nada hizo contra el racismo moderno, más bien lo reproduce, que es el típico de Cuba y que se expresa por los canales sutiles de la cultura y enmascarado tanto en el relato simbólico como en la narrativa institucional del Estado. 
¿Puede el negro entrar a los espacios públicos? Sí. ¿Es discriminado por las políticas sociales e institucionales del Estado? No. Pero lo que los racismos modernos hacen es asumir la diferencia del color y rechazar la diferencia de la identidad. Por eso el negro puede entrar donde el afrodescendiente no puede hacerlo. Y el racismo contra los afrodescendientes empieza donde termina el racismo contra los negros. Dicho de otro modo: el racismo contra los negros viene después y se reanima detrás del racismo contra los afrodescendientes. El viejo racismo vive enmascarado por el racismo moderno.   
A diferencia del racismo clásico, el de tipo moderno puede verse solo con nuevos conceptos.
Veamos algunos.
El racismo simbólico, consistente, entre otras cosas, en la negación de que existe racismo efectivamente en la sociedad; el racismo ambivalente, compuesto por la combinación de sentimientos negativos y positivos hacia la afrodescendientes, que casi siempre termina en la condescendencia racial; el racismo aversivo, resumido como el respeto y creencia en los principios igualitarios para todas las razas, pero demostrando una aversión personal hacia las minorías; la infra-humanización definida como una nueva forma de racismo por el cual las personas tienden a infrahumanizar en la medida que le atribuyen una mayor esencia humana al grupo de pertenencia que a grupos externos y la ontologización, una forma de inferiorizar al exogrupo, al separar a determinados grupos humanos de su propia especie y anclarlos en la naturaleza animal y, finalmente, la hetero-etnización, que describe una nueva forma de racismo que se caracteriza por la atribución de marcadas diferencias culturales al exogrupo. 
Estos conceptos, que se los debemos a la psicología social, que no pueden ser descubiertos directamente por la historia, la ciencia política y ni siquiera por la sociología, captan especialmente aquellas formas de racismo que, debido a nuestro particular contexto y desarrollo históricos, echaron raíces como las formas primigenias de racismo en Cuba y que pueden leerse muy bien en Cecilia, la obra de nuestro Cirilo Villaverde. 
Cuba es un reflejo por excelencia, y muy agudo, de este fenómeno del racismo moderno primordialmente legible en términos simbólicos. Es desde esta lectura que se capta el racismo inscrito en el Artículo 5 de la Constitución. En ella se consagra por ley y fundamento jurídico la superioridad cultural de un grupo hegemónico para la formación de la voluntad política del Estado. Y puede consultarse en la Constitución cubana, pero prefiero incluirlo aquí para darle fuerza visual a mi argumentación.
Dice el Artículo 5: “El Partido Comunista de Cuba, martiano y marxista-leninista, vanguardia organizada de la nación cubana, es la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado que organiza y orienta los esfuerzos comunes hacia los altos fines de la construcción del socialismo y el avance hacia la sociedad comunista” (las cursivas son mías). Esto viene a significar que en nombre de una minoría de un millón más o menos de electores putativos, se discrimina a un montón de minorías electivas e identitarias en Cuba, las más activas de las cuales son las religiosas y la de los homosexuales. 
¿Cuál es la pertinencia analítica de un artículo constitucional para la exploración de un tema enclavado en la multiculturalidad? La siguiente.
A mi modo de ver, no se ha captado bien que el racismo en Cuba se alimenta desde los dos ángulos que considero más importantes: como institución cultural y como institución política derivada; es decir, como sentimiento de superioridad en medio de la diversidad cultural, y como discriminación política nacida de ese sentimiento de superioridad cultural constituido. De manera que si el racismo moderno nació con el color de la piel, el racismo cultural lo coloca detrás para montarse sobre las únicas bases que le permiten perdurar hasta el presente: las diversas concepciones culturales de vida.
Me permito esta incursión sin la cual no lograría explicarme bien.
La discriminación racista se articula desde la cultura a través del símbolo. Recordemos que símbolo es significación, y la cultura, que opera con símbolos, es la materia de las significaciones y los significados. Es por tanto semiótica y da sentidos y significados que se han de interpretar. Al hablar de cultura estamos hablando así de estructuras de significación.
El racismo, entendido a partir del color de la piel —su símbolo somático—  no merecería un análisis, ni es para mí esencial, si no fuera porque encubre el racismo hacia aquellas significaciones más profundas, y por tanto bien estructuradas, que organizan los sentidos de las otras experiencias dentro de la cultura cubana. 
Semejante conjunto de significaciones estructuradas conforma y se conforma desde una visión antropológica de todos conocida, y no del todo superada, que nos habla de procesos de pensamiento primarios y secundarios, y que lleva a la distinción entre estructuras de cultura y modos de pensamiento. De conformidad con esta visión eurocéntrica,  los grupos humanos sin los recursos culturales de la ciencia (entiéndase el marxismo) son juzgados ipso facto como carentes de la verdadera capacidad de comprensión a la que sirven los procesos de pensamiento secundarios. De ahí al concepto de los “modos superiores” de pensamiento, de los que se deriva precisamente el marxismo-leninismo, hay la férrea consecución lógica que aporta cualquier silogismo. 
Esta perfecta institucionalización político-cultural del racismo no ha sido bien percibida, según entiendo, debido al enfoque exclusivamente político con el que se suele mirar el fenómeno ideológico y a la percepción progresista que se tiene sobre determinadas ideologías. 
A primera vista estos parecen ser los enfoques más pertinentes. Es cierto que la ideología es una reacción estructurada a las tensiones sociales igualmente estructuradas en cualquier sociedad. Pero lo que el primer enfoque pierde de vista es que las ideologías también suministran una salida simbólica a estas tensiones.  Esto es, se convierten en una clase especial de sistemas de símbolos orientados a la integración evaluativa de la colectividad.  Por lo que pugnan por ocupar el mismo espacio que vienen ocupando, antes ocupaban o están en vías de perder otros sistemas de símbolos construidos culturalmente.  
El segundo enfoque es más pertinaz y simpático: le supone al marxismo un curso progresista inmanente. En los dos sentidos más usuales: el del progreso humano y el del progreso científico. Este es el equipamiento ideológico que necesitaba el Estado cubano para codificar la discriminación racial y la exclusión de la multiculturalidad consustancial a la nación cubana, deslegitimando a la misma sociedad, de matriz pluricultural, sobre la que pretendió construir la emancipación.  Y la tensión paradójica que se produce desde este discurso institucionalizado es natural: los afrodescendientes entran con su color al proceso, pero vacíos de identidad.
¿Dónde quedan entonces y aquí las otras significaciones culturales profundas, pautas de comportamiento, sentidos de convivencia y concepciones de vida que son apropiados y reapropiados por grupos humanos desde su específica matriz simbólica?
Es a partir de aquella ruptura epistemológica dentro del campo político e ideológico que se configura el campo cultural simbólico de legitimidades, capacidades y derechos para definir la participación, en sus diferentes formas y tipos, en el espacio público y en el Estado.  El racismo se institucionaliza así como una estructura de interdicción impuesta a sistemas simbólicos diversos para participar en el espacio cívico, que es donde se origina la auténtica legitimidad de la política. De modo que una perspectiva eurocéntrica captura la política, el Estado y la sociedad cubanos, marginalizando la multiculturalidad, único ámbito desde donde se puede autentificar el proceso democrático y de integración racial. 
Este específico desarrollo de Cuba resume y condensa, llevándolo a sus últimas consecuencias, aquel discurso hegemónico criollo propio de la región latinoamericana, y que en cada lugar asumió características particulares.  
La narrativa histórica hegemónica de Cuba siempre miró la multiculturalidad y la multirracialidad desde una posición subordinada y de sujeción —como objeto.  Ese ángulo estrecho y aéreo no se permitió visualizar las opciones creativas y la mimesis social que dinamizaban a los afrodescendientes y les convertían, desde los orígenes, en sujetos propios de una historia posible. Solo se les  vio y explicó  como objetos de otra historia donde o bien aceptaban los papeles otorgados, o bien reaccionaban a situaciones insoportables como la esclavitud o bien se enajenaban (n) dentro de la reproducción ritual y la criminalidad sociológica.
De ahí que la subalternidad no sea solo un dato real, sino también un enfoque y una posición construidos como imaginarios. Un enfoque que esconde esa otra historia real que se va cimentando desde los intersticios de la subalternidad para demostrar que la afrodescendencia levanta, además de su rebelión social, las opciones de una historia alternativa de Cuba que no necesita de una demostración contrafáctica para evidenciar sus posibilidades. Pienso por eso que la historia cubana de contra emancipación no comienza por la acción social y política de la hegemonía criolla sino por el relato que esta hace de la realidad social de los otros, de los afrodescendientes, que se va gestando bajo sus narices. Podría decirse que en el principio fue el relato.  
En este sentido, el desarrollo de la rica etnografía cubana escamoteó  una parte importante de la historia social de la afrodescendencia y permitió establecer en el imaginario de la nación el mito del negro como sujeto incivilizado, capaz únicamente del ritual pagano, de la criminalidad desclasada, de la violencia sin propósito ni carácter y del folclor ocioso centrado en la plasticidad del cuerpo: sea en la música o en el deporte. Y, para lo que más nos interesa como relato social, el mito de los afrodescendientes ontológicamente pobres.
Si el etnólogo cubano por excelencia, Fernando Ortiz, hizo una buena labor para adelantar la compresión de la diferencia racial fijando para la literatura unas innegables raíces, José Antonio Saco, el constructor de las bases del modelo criollo cuyas líneas maestras todavía nos rigen, fue quien brindó las pistas necesarias para situar a la afrodescendencia en un contexto moderno y escrutar las respuestas y la capacidad de esta para desafiar los retos de una modernización involuntaria.  Distraídamente, Saco ofrece hasta ahora la mejor argumentación, como fuente histórica, para estudiar la afrodescendencia en su calidad de sujeto económico plenamente moderno, y para deconstruir el relato hegemónico que preside el proyecto inconcluso de nación y democracia cubanas.
¿Por qué el relato nacional potenció entonces la narrativa etnográfica y desdibujó la narrativa social que le precedió en el tiempo por más de un siglo? Respuesta: al relato criollo le convenía anclar al negro a un imaginario pre moderno como premisa ideológica de su hegemonía social.  El criollo marcha sobre la historia no porque tiene solidificada la hegemonía social, sino porque construye un hegemonismo forzado, que ancla en la diferencia cultural disminuida.
Como demuestran importantes ensayistas en trabajos recientes, pienso en los pensadores cubanos Juan F. Benemelis, Iván César Martínez o Ileana Faguaga, los dos primeros residentes fuera de Cuba, podría decirse que la afrodescendencia cubana es hoy pobre por mandato histórico de la hegemonía criolla. 
El racismo tiene en este sentido una connotación fundamental para todo el proyecto de nación cubano, que va más allá de su impacto étnico: el desajuste estructural entre una economía de modernidad ascendente y una elite política culturalmente regresiva.  Tal desajuste es extraño en el hemisferio occidental porque Cuba fue el único país donde se verificó el divorció suicida de la elite con sus propias conquistas económicas. Y esto por razones que no tienen que ver con las fracturas sociales de un crecimiento económico acelerado pero desigual, sino con la endogamia cultural del ámbito político de ascendencia hispana. Esa endogamia conducía, como en cualquier país, a un solo lugar: a la oligarquía y al autoritarismo concomitante.  ¿Por qué una nación formalmente liberal anidaba una poderosa vena autoritaria? Por esa endogamia que se cerraba a la circulación social de la diferencia en todos los ámbitos, incluido el económico.
Me gustaría seguir bordeando el análisis socioeconómico por su impacto capital en las opciones futuras para los afrodescendientes, desde la autonomía necesaria para que sea políticamente viable cualquier propuesta de democratización multicultural. O aunque su efecto solo sea el de disipar el pesimismo étnico en términos de modernización. Al menos en Cuba. 
Desde José Antonio Saco a Iván César Martínez hay un material muy rico que se puede rastrear para llegar a conclusiones importantes en cuanto a la economía de la afrodescendencia en Cuba; la más fundamental de las cuales nos muestra que la desigualdad etnoracial tiene su origen en el modelo cultural que sirve de encuadre a la distribución de los recursos económicos de la sociedad, a través del constante reajuste forzado del ordenamiento político, sea desde la violencia política o desde la violencia simbólica.  No fue la esclavitud la que predeterminó fatalmente las opciones económicas futuras de la afrodescendencia en Cuba, ni el capitalismo el que anticipó su proletarización.  La suerte  —en el sentido de destino— de los afrodescendientes como esclavos terminó con el fin de la esclavitud. Que esta última haya pervivido como fenómeno sociocultural en las mentalidades nada tenía que ver con la realidad económica. Entrado el siglo XX los criollos más ricos no eran los antiguos propietarios de esclavos, del mismo modo que los emancipados no estaban imposibilitados de entrar  desde la extrema pobreza al nuevo mercado laboral por las rémoras que les acompañaban dada su condición de esclavos apenas una década anterior.  No pueden hacerlo porque son personas de otro color que viven desde otra identidad.  Esa otra identidad es la fundadora de nuestro viejo racismo moderno. 

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